Primo Levi perteneció a una familia judía italiana, descendiente de los que salieron de España en 1492. Durante la segunda guerra mundial se unió a los partisanos, fue detenido y encarcelado en un campo de concentración, en Carpi-Fossoli, cerca de Módena, y luego trasladado a Auschwitz. Aquella experiencia dio lugar a su libro Si esto es un hombre. En los años 80, a lo largo de varias sesiones, mantuvo un diálogo con Ferdinando Camon, donde le explica, entre otras cosas, que decidió declararse como judío tras su detención porque le dijeron que si lo hacía como partisano sería fusilado de inmediato. Cuando Camon le plantea si está de acuerdo con las consideraciones de Walter Benjamin acerca de que un campo de concentración puede ser una metáfora de la explotación de un ser humano por otro, y que no representa algo anormal ni carece de comparaciones con otras situaciones del resto del mundo, Levi muestra su desacuerdo de manera tajante: «Comparar el mundo con el campo de concentración provoca en nosotros, los ‘tatuados’, los ‘marcados’, una repulsa; no, no es así […] Esas pintadas que he visto alguna vez en las paredes ‘fábrica igual a campo de concentración’, ‘escuela igual a campo de concentración’ me repugnan». Sí aceptaba que la situación del campo se podía comparar con el exterior si era considerado como un «espejo deformante» de la realidad.

Estas consideraciones de Levi acerca de lo inadmisible de equiparar un campo de concentración con lo experimentado en otras circunstancias, pueden ser comparables al exceso cometido por Echenique hace unos días al hablar de «jóvenes antifascistas», pues parece que acertaba en lo referente a la edad pero no encuentro tan correcta su calificación. Entre otras cosas, esto tiene que ver con el mal uso de determinados conceptos. Estamos acostumbrados a utilizar con ligereza el término fascismo o fascista para caracterizar un comportamiento o para catalogar a algunas personas desde un punto de vista ideológico, cuando en realidad lo que hacemos es minusvalorar el verdadero concepto de fascismo, porque si los jóvenes manifestantes son antifascistas, ¿contra qué fascismo se rebelan? ¿el de los jueces? ¿el de la policía? ¿o acaso el del gobierno? Esto último lo descarto porque no pienso que Echenique considere que miembros de su partido están dispuestos a participar en un ejecutivo con fascistas. Si se dan esos equívocos en el uso de algunas palabras, me inclino a pensar que igual ocurre cuando desde Unidas Podemos se insiste en lo de la anormalidad democrática, por lo cual con frecuencia deben recurrir a comparaciones tan débiles de argumentación como falsas en sus planteamientos.

Y hablo de estos temas hoy, cuando se cumplen 40 años del asalto al Congreso por parte de un grupo de guardias comandados por Tejero, uno de los episodios más vergonzosos de los vividos durante la Transición democrática, y sobre el cual algunos aún quieren mantener falsas interpretaciones, quieren plantear dudas acerca de los verdaderos protagonistas, y lo hacen sin rigor desde un punto de vista histórico. Para los interesados en un acercamiento serio al tema, les recomiendo un libro reciente: 23 de febrero de 1981. El golpe que acabó con todos los golpes (2020), de Juan Francisco Fuentes, quien en el Prólogo nos dice: «Nadie en la izquierda pidió la movilización de las masas para lanzarlas contra los facciosos». Ahora, una pretendida izquierda parece que no solo ignora nuestro pasado, sino que no quiere aprender de él. Lo que sí hubo unos días después del 23-F fue un conjunto de manifestaciones pacíficas por todo el país, que, esas sí, sin duda podemos calificarlas de antifascistas, y que además se caracterizaron por la ausencia de violencia, una palabra que si va unida a algo es al fascismo, nunca al antifascismo.

*Historiador