En el 2020 harán veinte años desde que abandonamos el siglo XX. Esta redundante definición parece el arranque de una obra de Jardiel Poncela, parte de esa tragicomedia que todos llevamos dentro. Incorporamos a nuestro calendario un dígito repetitivo. Si queremos asimilarnos a los anglófonos en la lectura de los años, qué mejor ocasión que esta: se dice veinte-veinte, unos siameses que nos acompañarán durante los próximos 366 días. Pedro Sánchez podrá celebrar su cumpleaños (cosas de nacer un 29 de febrero) y verá expuesta su baraka a la fuerza de los elementos.

Veinte-veinte. Repetimos conceptos y palabras en un ejercicio de autoafirmación; los miedos conjurados en un mantra, ya oremos con las cuentas del rosario, o invoquemos ese «sí, se puede» que sobrevoló buena parte de la década que abandonamos. Y se santifica la muletilla de esta cifra para contagiarnos de la felicidad de aquellos años veinte. Vuelve a nuestra memoria el hedonismo de las flappers, aquellas mujeres que apostataron del corsé, lucieron boas y lentejuelas, o vindicaron su feminismo con cortes de pelo andrógino. Aquellas desinhibidas vestales simbolizaron el alivio por el final de la Gran Guerra; o el gusto por la velocidad conduciendo vehículos cuyas revoluciones conectan con la impetuosidad del cinematógrafo. Fueron la máxima expresión de aquel sentimiento lúdico de la vida, y el arquetipo de aquellas fiestas que vampirizó Scott Fitzgerald para, falazmente, acaparar ese tiempo de glamour y desenfreno.

Hace cien años, aún no se había descubierto la penicilina, y Benedicto XV gobernaba la cristiandad enclaustrado en un reino terrenal sin Estado. La esperanza de vida era cuarenta años inferior a la que disfrutamos actualmente. Aún se sufrían los estragos de ese endose de leyenda negra que fue la gripe española. Y sin embargo, se encaraba aquella nueva década con mayor optimismo que el ofrecido por este presente tenebroso. Todavía coleteaba el dolor de España por las pérdidas de ultramar, pero la generación que sustituiría a ese desgarro fijaría su estética en torno a los cánones gongorinos; en el preciosismo como combatiente y, a su vez, aliado de la realidad. Hoy parece asentado el imperialismo de la futilidad, y las razones personales ningunean a las razones de Estado. El problema territorial está cebando antiguas banderías, y merced a esa imagen de debilidad de las instituciones, resucitando afrentas y honores que pertenecían a los tiempos del Tenorio. No es fácil dejarse llevar por la jovialidad del charlestón cuando cunde la sensación de que el Estado español es un azucarillo, que no solo flaquea en la enquistada cuestión de los nacionalismos, sino que también se le hace díscolo el antiguo reino de León. Veinte-veinte, repitamos muchas veces ese mantra, deseamos que tengamos suerte ante tamaño sortilegio.

* Periodista