En un mundo repleto de coach no es preciso explicar el efecto de tracción que la ilusión y la esperanza ejercen sobre las personas, sobre los grupos, sobre las ciudades, sobre los territorios. Todo avanza más y mejor si existe un proyecto colectivo. Y, si todos los actores se implican en la utopía, esta pueda acercarse más a la realidad. Hoy, Día de Andalucía, escucharemos muchos discursos, quizá cruzando los dedos para que no todos se basen en el agravio y alguno apele al esfuerzo solidario. Hoy hace 38 años que los andaluces acudieron masivamente a votar el referéndum de su autonomía, y en aquellas urnas quedaron recogidas unas papeletas teñidas del verde y blanco de la esperanza, como esa bandera que nunca se ha utilizado para la ofensa. De aquellos ochenta me quedo con la sincera convicción de la marcha por la reforma agraria, o con aquellas escuelas de mayores en las que mujeres de setenta años aprendían a leer y a escribir, alborozadas con la emoción tan pura, redactando con letra temblorosa su primera poesía a la belleza de su tierra, al verde olivo y a la lejana juventud en la romería de su pueblo. Quizá nada tenía que ver con el autogobierno, pero llorabas con ellas porque la autonomía era entonces la esperanza de un futuro mejor para los hijos, que en parte se ha cumplido, aunque los sueños llegaban más lejos. Hoy están los derechos, y las reclamaciones, pero falta el espíritu generoso y utópico del himno más bello del mundo, el que dice «¡Andaluces, levantaos!, ¡pedid tierra y libertad! ¡Sea por Andalucía libre, España y la Humanidad!».