En el capítulo introductorio de su Historia de Alemania, Mary Fulbrook comenta que dos autores tan significativos para aquel país como Goethe y Schiller se habían planteado una pregunta que respondía a una preocupación secular: «¿Alemania? Pero, ¿dónde está? Yo no sé encontrarla». Yo no diría, como Dylan, que la respuesta la trae el viento, sino que está en la Historia. También los andaluces comenzamos a preguntarnos por dónde estaba Andalucía, dónde podíamos encontrarla. En el siglo XIX Joaquín Guichot escribió una primera Historia de Andalucía, con demasiadas lagunas desde la perspectiva actual, pero que supuso un punto de arranque para un conjunto de estudios acerca de nuestra cultura. No obstante, la continuidad en la investigación histórica tardó en llegar, tanto como lo que supuso esperar hasta el fin de la dictadura franquista. A finales de los años 70 del pasado siglo, encontraremos dos volúmenes colectivos, uno coordinado por Juan Antonio Lacomba, Aproximación a la historia de Andalucía (Laia), y poco después aparecía el titulado Los Andaluces (Istmo), con presentación de Alfonso Berlanga. Aquella primera fase de construcción de nuestra historia culminaría en 1980 cuando se publicaron los ocho volúmenes de la Historia de Andalucía (Planeta) dirigida por don Antonio Domínguez Ortiz, el cual señalaba en la presentación cómo entonces asistíamos a «un despuntar de estudios serios sobre aspectos andaluces que testimonian un gran amor y preocupación por esta tierra, por descubrir su verdadera personalidad, con frecuencia velada por ignorancias, errores o falsas interpretaciones».

Más allá de los esencialismos a los que son tan proclives los planteamientos nacionalistas, la Andalucía actual es deudora de lo acontecido en este territorio durante los últimos siglos, por ello siempre he defendido que existe una manera de explicar Andalucía a través del contenido de las reivindicaciones y luchas que desde el siglo XIX plantearon, a pesar de sus diferencias, los socialistas, los anarquistas y los republicanos andaluces, donde encontramos una preocupación fundamental tanto por el problema de la tierra como por una mejora del nivel cultural de la población, cuestiones que a principios del siglo XX recogerían los andalucistas. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados en los primeros momentos de la Transición, aún queda mucho por hacer de cara a la recuperación de esa parte de nuestra historia, sobre todo porque las instancias públicas no han promovido el apoyo necesario para que desde el sistema educativo se favorezca el conocimiento de nuestro pasado. Por supuesto que es necesario explicar lo más reciente, es decir, qué fue y por qué se produjo el referéndum del 28 de febrero, así como su trascendencia no solo para la historia andaluza, sino para la española en general, pero por otra parte conviene evitar errores como los que se escuchan a veces acerca de que las condiciones del referéndum fueron establecidas merced a un pacto entre UCD y PSOE en la Ley de Referéndum aprobada en enero de 1980, porque era la propia Constitución, en su art. 151.1, la que establecía que para acceder por esa vía a la autonomía se exigiría que la iniciativa «sea ratificada mediante referéndum por el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia en los términos que establezca una ley orgánica».

El conocimiento del pasado adquiere su sentido cuando lo usamos para la construcción del futuro. Hay que aprovechar el potencial de los andaluces, puesto de manifiesto tantas veces en la historia. Nos lo dijo Forges en una viñeta de 1976 de la edición andaluza del diario Informaciones, en cuyo primer número dos de sus personajes observan un paisaje ante el cual uno dice: «¡Mira, es Andalucía!», y el otro responde: «Jo, grandioso».

* Historiador