Hace unos días estuve en el Instituto Cervantes de Burdeos para hablar de mi última novela. El acto, muy agradable, consistió en una charla informal y divertida con Luisa Castro, la directora del centro que es además poeta, el trabajo más difícil del mundo.

No la conocía pero en seguida me di cuenta, no por como me trataba a mí, amabilísima pero un poco cautelosa y seria como correspondía a su puesto, sino por cómo se dirigía a sus amigos y sobre todo por su forma de sonreírles, una sonrisa pilla, cálida y confiada, como la de los niños, de que nos íbamos a entender.

Casi nunca fallan las primeras impresiones, todo se ve muy rápido (en cambio casi nadie es como le habíamos imaginado antes de conocerle). Luego tendemos a corregirlas o a matizarlas, pero solemos cometer errores notables debido a nuestros deseos, a la falta de distancia y al hecho de que todo inicio de amistad o de amor requiere siempre una suspensión del juicio, al menos temporal. En una tercera etapa, cuando ya conocemos con más profundidad a la persona, en general volvemos a la primera impresión, fulgurante, irracional y cierta.

El tema favorito entre los escritores son los demás escritores. Si acaban de conocerse, lo normal es que hablen de sus autores favoritos, que a menudo están muertos. Con Luisa coincidimos en nuestra pasión por Thomas Bernhard y por Proust.

Después de los dioses muertos, si uno ve que hay sintonía, se empieza a hablar, con mucha prudencia, de los autores vivos. Vivos pero extranjeros, ¿eh?

Y finalmente, cuando te das cuenta de que el otro escritor comparte muchas de tus opiniones y de que es el comienzo de una gran amistad como la de Casablanca’, mientras recorréis las calles desiertas y lluviosas de una bonita ciudad de provincias después de una gran cena, empezáis a hablar de los autores nacionales. Primero de los que os gustan y luego de los que no os gustan tanto o nada. Y tuve otra muestra de la bondad de Luisa cuando al hablar de un autor me dijo: «Me ha gustado su libro, pero no lo he acabado». Me quedé callada, nos miramos de reojo y las dos nos echamos a reír. «Sabes perfectamente que si un libro te gusta, lo acabas --dije yo-- dejas de dormir, de comer, de hablar con tus amigos si es necesario. Un libro bueno pero que no puedes acabar no es un libro bueno, o al menos no es un libro bueno para ti». «Sí, sí --me concedió ella entre risas-- pero de todos modos lo que hace este tío es interesante, experimental».

Los libros buenos pero que no acabas son como los lugares en los que se come muy bien pero a los que no vuelves o los amigos a los que adoras pero que nunca ves: que no son amigos.

* Escritora