A mediados del siglo pasado desembarcaba yo en Madrid para culminar la licenciatura de Derecho, empezar a cursar la de Ciencias Políticas y Económicas --solo posible entonces en la capital-- y hacer vida literaria, también concentrada allí.

En la agenda llevaba dos nombres subrayados: el de Rafael Millán y el de Gloria Fuertes, con los que había compartido colaboración en le revista de noveles Rumbos, y con quienes me sentía muy afín.

Rafael Millán, creador de la revista y editorial Ágora, que luego cedió a Concha Lagos, fue el editor de mi primer libro, el de cuentos Cayumbo (1955), y amigo toda la vida, aun después de instalarse en USA.

La poesía y la vida muy desenfadadas de Gloria Fuertes eran muy atractivas para mí, y siempre hubo mucha empatía entre nosotros.

En seguida nos encontramos; nos tratamos asiduamente durante toda mi estancia madrileña. En los comienzos de la década de los cincuenta Gloria era casi totalmente desconocida. Recuerdo perfectamente que el catedrático, escritor y fascista (cantor del genio romano Benito Mussolini y proponente de la boda de Hitler con Pilar Primo de Rivera) el curioso personaje Ernesto Jiménez Caballero, que en sus tiempos había coqueteado con el surrealismo (Yo, inspector de Alcantarillas. 1928) y que discurría por la primera división de la cultura española, culminó una lectura de los versos de Gloria en el Antiguo Café de Levante en la Puerta del Sol, enarbolando las cuartillas mecanografiadas y voceando ¡Esto hay que publicarlo! Era un principio; era una evidencia; era una necesidad.

Entonces colaboraba yo intensamente con Rumbos y conseguí sorprendentemente de su editor, Manuel Pareja Flaman, no obstante su obsesión con las suscripciones y los noveles, de los que vivía, dos extrañas concesiones a propuesta mía: la confección de la antología Cuentos Extranjeros, que me pagó (editada en 1952 y reeditada a mis espaldas, aunque respetando mi nombre, en Barcelona en 1996) y la creación de la revista Arquero de poesía con vocación de calidad --que había que tener mucha para irrumpir en un mundo que en 1952 estaba muy lleno de buenas revistas poéticas--, y absoluta independencia. Y ahí tuve uno de los aciertos más grandes de mi vida: llamé para que me ayudaran en la dirección a tres escritores jóvenes - Gloria lo era menos, tenía ya 36 años--, apenas conocidos: Antonio Gala, entonces en Córdoba, Gloria Fuertes y Julio Mariscal Montes, recluido en El Bosque y Arcos de la Frontera, con el que nunca llegué a tener un encuentro personal; toda nuestra relación fue postal en aquella España sin correo electrónico y sin AVE.

Recuerdo que mis compañeros de piso madrileño de estudiantes me tomaban el pelo por el poema de Gloria que publicamos en el número segundo: «Va a venir el del Seguro./ Pobrecito, como suda/ Luisa, no me regañes;/ déjame que le dé una sardina/ yo creo que es debilidad lo que tiene./ Parece que va a hablar./ Jamás ha estado tan quieto./ Se sonríe, pero mira como llora./ El niño tiene varicela». No cabe una ternura más sencilla, bien es verdad que en un entramado sutilmente surrealista. Quizá poemas como este llevaron a Leopoldo de Luis a incluir Gloria en una antología de poesía social (1965).

No es éste el momento, ni el lugar, ni yo soy la persona indicada, para hacer crítica literaria, pero sí es la oportunidad, este año del centenario de su nacimiento, de formalizar queja de lo mal que se conoce y se recuerda a Gloria Fuertes, «poeta de guardia», como se dice en su lápida. La mayoría solo se queda con los tres globos de la televisión, con su poesía infantil, con la parodia de su voz temblona hecha ante las cámaras por Millán, el de Martes y Trece, y poco más. Y sin embargo Gloria Fuertes es una poeta que, de guardia y fuera de servicio, es de una brillante sencillez --qué difícil es eso-- que admira y que pasma. Y que desde luego, aun con muchas improntas, no es heredera ni deudora de nadie, ni socia de ningún movimiento literario. Ahí está el peligro: que su memoria, que su literatura no tiene cofradía que la defienda.

A veces los centenarios son útiles y sirven para algo más que para el lucimiento de unos estudiosos. Espero que éste de Gloria sirva para que no se disuelva la memoria de su literatura adulta entre tanto juguete infantil.

Lo importante no es que haya, que los hay, lugares y colegios con su nombre, lo importante es que sea lea su obra --libre, independiente, tierna, bien hecha--, lo que resulta muy fácil, y que se disfrute con ella. Recabemos el parte de esta poeta de guardia, que sigue siendo útil, veraz y placentero.

Para terminar señalo que si escribo de un centenario como de mi cuerda y momento, ya me viene chico el eufemismo inventado por Rodríguez Alcaide para rejuvenecerse: un «casi anciano».

* Abogado y escritor