Europa está viviendo un momento crítico. Más crítico aún que el de las crisis del euro de 2011-12. Más crítico que ningún otro en los sesenta años de historia que se van a celebrar en Roma en el próximo mes de marzo. Más crítico porque lo que se va a jugar en los próximos dos años no es una cuestión monetaria, sino su propia supervivencia.

La primera amenaza de la Unión es interior y tiene que ver con la falta de liderazgo dentro de la misma Unión. Está claro que no tenemos líderes europeos. Ni Juncker, ni Tusk, ni Merkel, ni Hollande son referentes. Los dos primeros porque no tienen ni la talla, ni el carácter, ni el relato que haga que los ciudadanos de cada uno de los países europeos nos volvamos europeístas. Los dos segundos porque o bien son tan prudentes que se comportan más como «madres» estrictas («Mutter Merkel») que como líderes políticos, o son una absoluta nulidad en el final de su mandato. Más aún, la primera es muy probable que pierda parte del apoyo que tuvo en las elecciones del 2013 por su gestión de la crisis de los refugiados, mientras el segundo ha llevado al desastre al socialismo francés, de tal forma que lo más seguro sea que en las elecciones del 23 de abril (segunda vuelta el 7 de mayo), los franceses den la primera opción a la ultraderechista Marine Le Pen. Desde luego, si en Francia gobernara Le Pen, podemos olvidarnos de la Unión Europea. No haría falta ningún otro impulso. Ante la debilidad de las instituciones europeas en las elecciones francesas de abril--mayo nos jugamos la primera mano de nuestro futuro.

La segunda amenaza que puede dinamitar la Unión es el Brexit. Como bien ha anunciado Juncker, viejo zorro de la política, los británicos van a jugar en los próximos dos años a dividir a Europa. Intentarán, como ya hicieron hace sesenta años, negociar con unos y con otros diferentes acuerdos. A unos les ofrecerán ayuda financiera y política (Grecia, Chipre y Malta siempre en la órbita británica); a otros un mejor trato a sus nacionales (Irlanda, Dinamarca, Suecia); a otros una relación comercial privilegiada (Portugal, Holanda, Bélgica); a nosotros, una engañosa negociación sobre Gibraltar. Su estrategia será hacer aparecer a Alemania como la mala de la película, de tal forma que vaya quedándose aislada. Sus periódicos levantarán ampollas antiguas y, el año que viene, cuando se cumpla el centenario de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial harán un canto imperial a su victoria, reforzando su autoestima. Si Europa sobrevive a las elecciones francesas, la segunda mano en la que nos juguemos nuestro futuro será el Brexit.

La tercera amenaza, y ésta opera al mismo tiempo que las otras dos, es la política exterior del presidente Trump. Trump es una amenaza para Europa por tres razones: en primer lugar, porque su proteccionismo cuestiona la esencia de la economía europea que es el libre comercio y esto ralentiza el crecimiento europeo; en segundo lugar, porque está cuestionando la OTAN y, con ella, la seguridad de Europa ante la amenaza de Putin (¿qué harían los Estados Unidos si Putin desestabilizara o invadiera uno de los Estados Bálticos, por ejemplo, Letonia con un 26,2% de población rusa o Estonia con un 24,8%?); y, finalmente, porque su política en el Próximo Oriente generará más sufrimiento y una nueva presión migratoria en Europa.

Ante estas amenazas, la crisis de la banca italiana (más grave cuando salga a la luz que la que nosotros sufrimos), el enésimo rescate griego o las amenazas de Marruecos por el tema del Sáhara, son juegos de niños que se pueden resolver.

Como son juegos de niños, más bien de adolescentes, los desamores de Pablo e Íñigo y los enfurruñamientos de Pedro y Susana. Europa está en juego y mientras nos la jugamos al Risk, en España andamos echándonos una simple Oca (y tiro porque me toca).

* Profesor de Política Económica.

Universidad Loyola Andalucía