Los escasos y fieles lectores del anciano cronista conocen hasta el hartazgo su renitencia al empleo de los primeros pronombres de singular y plural, especialmente, claro es, el primero. No obstante hay ocasiones en que, incluso, deben abandonarse los prejuicios y manías más arraigados. La presente es una de ellas.

Comediada su inolvidable estancia académica en la Ciudad Condal en la penúltima fase del llamado tardofranquismo, D. Julio Anguita se matriculó en la Sección de Hª Moderna y Contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Barcelona. Concluidos los Cursos Comunes de la Licenciatura de Geografía e Historia en la Universidad Hispalense en compañía de un selecto y parco grupo de compañeras y compañeros, quiso matricularse por libre en la susomentada Sección del Alma Mater de la capital del antiguo Principado de Cataluña, dado que ni en Sevilla ni en Granada existía por entonces la posibilidad de obtener el grado en dicha temática.

A punto de iniciar ya el proceso para la consecución de la Cátedra de Historia Universal Moderna y Contemporánea de la Universidad de Valencia, el articulista delegó en su discípulo científicamente más reputado, D. Carlos Martínez Shaw, la atención directa del grupo de ‘los sevillanos’, como se los conocía por los profesores y alumnos de su Universidad de acogida. Fue esta sin duda la decisión burocrática más acertada adoptada por el lletraferit firmante a lo largo de su dilatado periplo académico en puestos de responsabilidad administrativa. El actual numerario de la Real Academia de la Historia y hasta recientes kalendas catedrático de Hª Moderna de la UNED se preocupó y ocupó con el mayor interés y la máxima diligencia en resolver los mil y un problemas burocráticos y hasta personales del grupo sevillano, sin descuidar, por supuesto, la cuestión más importante: su formación docente, tarea en la que también se afanara el cronista en días para él un punto difíciles.

Pero, curiosamente, las mínimas enseñanzas que se esforzara este en trasmitir al luego muy famoso alcalde de la capital de la Mezquita, tuvieron como escenario una apacible cafetería de una de sus plazas más bellas y transitadas. En ella a prima hora de varios diciembres y atardecidas abrileñas de finales de la ‘década prodigiosa’, su alumno ‘barcelonés’ le asediaba a preguntas y no sólo de los programas oficiales de las asignaturas del célebre ‘Plan Maluquer’. Su libido sciendi era llamativa y, en confidencia ya explicable, el articulista ha de escribir que pocas, muy pocas veces, encontró un alumno más deseoso de ensanchar sus horizontes intelectuales, en general, e historiográficos, en particular. Su voracidad se percibía casi físicamente. Tal era su ansia por allegar información de toda suerte de la siempre inabarcable de la geografía de Clío. Respetuoso y educado en extremo, jamás infringió en las mencionadas conversaciones y charlas el viejo código de conducta que rigiera hasta ayer en el Alma Mater española las relaciones entre docentes y discentes. Hijo de un suboficial como el cronista y maestro como el progenitor de este, los encuentros resultaban muy fáciles, pese a las abismales diferencias doctrinales que los separaban, según tendremos oportunidad de recordar en el próximo y último artículo de esta serie.

*Catedrático