No me refiero a la novela de Gogol; no está el patio para florituras intelectuales. Me refiero a la noticia de otra mujer asesinada, que ya apenas ocupa tiempo en el trajín de las televisiones y las radios, entre publicidad y publicidad; en la verborrea estúpida de cada político y política; en un rincón de los periódicos e internet. Me refiero a tanta mujer asesinada en su alma, que pulula por las calles y los supermercados, en los gimnasios y en las fiestas, convencida hasta el fondo de que la solución a su felicidad está en no hablar, no protestar y ni asomarse a la ventana para ver cómo pasa cada día la libertad con todas sus zozobras, sus riesgos y sus incertidumbres; con toda su dignidad de no vivir en la mentira y en lo oscuro, con toda su alegría y toda su esperanza, con toda la paz de no respirar estiércol en el tenebroso encierro de la tristeza y la sonrisa hipócrita, porque su macho le suplantó la conciencia, y así, la muerte que se provoca en sí misma la expande por el mundo y hace con el mundo lo que su asesino hace con ella. Y regresa cada noche a su ataúd, tan lleno de comodidades y de vacío, de falsedad y de rabia, donde justifica, perdona y hasta compadece a su maltratador con una falsa ternura, envenenada de maternidad, de comprensión y de teatralidad. Camina cada día aniquilando todo el espacio que pueda perturbar el dominio de su maltratador. En su juego de pervertir el sentido noble de las palabras, disimula hasta para sí misma el olor a muerte que exhala lo injustificable que justifica, convenciéndose de que el sometimiento es comprensión y perdón; el ser dominada y anulada es fidelidad; el ser abandonada y traicionada es bienestar de su señor. Y llega hasta matar al hijo en su seno o en su vida por tal de no perturbar a ese otro hijo déspota y cruel, que la obliga a creer que la quiere y la protege. En esta perversión de las palabras, acaba siendo ajena a cómo el dolor la interpela y humilla, y se suicida a cada instante para creer que así es la niña dulce y buena ante el asesino continuo de su alma. Sufre la soledad más espantosa, porque ni siquiera está consigo misma, fingiendo ser libre porque la cadena que la ata a su dios mide todos los kilómetros que éste le permite en cada movimiento. Sí, ¡tantas almas muertas!

* Escritor