Comúnmente solemos entender la «fe» como la aceptación de unos enunciados incluidos en el Credo. Aun no sabiendo exactamente el alcance de tales enunciados, y, sobre todo, aun cuando tales enunciados sean un entrelazado de afirmaciones encadenadas entre sí por una cierta lógica que llamamos «sobrenatural», sin comprobación histórica, nos consideramos creyentes en la medida en que las aceptamos

Pero esa no fue la fe de Jesús, ni esa es la fe a la que él se refería cuando se dirigía a los discípulos. Jesús nos habla de la fe como de una confianza, de una seguridad interior en la solidez de algo exterior a nosotros, que es indestructible, aun cuando la experiencia histórica lo constate como débil. Ante el fenómeno de la tempestad, ante el fenómeno de la enfermedad, ante el fenómeno del hambre, ante el fenómeno de la muerte, Jesús siempre intenta convencernos de que tales fenómenos no tienen un poder definitivo sobre el hombre. La fe para Jesús es la seguridad de que somos protegidos de todas estas amenazas que nos sobrevienen por el poder de Dios que nos acompaña desde el cielo.

Este es el proceso de la fe en el cual estuvo involucrado Jesús, en el cual estamos involucrados los creyentes, proceso en el que no podemos evolucionar sin una profundización interior que se alimenta del silencio, de la soledad y de la meditación. Esta soledad y silencio circundante lo buscó Jesús con cierta frecuencia a lo largo de su vida.

Fácilmente llegamos a tener una imagen incompleta de la figura histórica de Jesús de Nazaret. Predomina en nuestra memoria el recuerdo de sus actos y de sus palabras: lo que podríamos llamar, Jesús en acción. Siempre realizando un determinado papel en una determinada escena. Recordamos mucho menos los momentos en que Jesús, sencillamente, no hace nada. Simplemente ve pasar el tiempo. Y, sin embargo, tales momentos también están reflejados en su historia: «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo, a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo» (Mr 6 31-32).

En otras ocasiones es él solo quien se retira de la acción entre el público, buscando con ello la soledad y el silencio. Nos cuenta el evangelio que en varias ocasiones Jesús, fuese al atardecer o en la soledad de la mañana, se iba solo al campo a entrar en contacto personal e íntimo con su Padre.

Todos tenemos una historia personal interior, que no está compuesta de actos, de gestos, de palabras, sino de una actividad interna de reflexión, de meditación sobre los acontecimientos. Es un espacio vital, donde no hacemos nada importante, ni decimos declaraciones de importancia, sino simplemente nos paramos a pensar con nosotros mismos, a reflexionar sobre el sentido de las cosas, a dejar que nuestra personalidad, en lugar de desgastarse en el roce de los agentes externos, adquiera profundidad en la contemplación a distancia de los acontecimientos, del universo y del Ser. Estos espacios de silencio y reflexión interior son los que alimentan nuestra fe.

Este modelo general también se verifica en Jesús. Su historia ha dejado constancia de estos espacios vitales de soledad consigo mismo. Ocasiones en que se retiraba al atardecer, o al amanecer a la soledad del campo para entrar en contacto personal con su Padre. Su actitud ante la Ley, ante el culto, ante la misericordia y la justicia, ante los débiles y los poderosos, ante las grandes opciones que él tenía que tomar --lo que el llamaba «la voluntad del Padre»-- se iba alimentando en estos momentos de silencio circundante.

* Profesor jesuita