El catecismo del jesuita Jerónimo Ripalda, que llenó nuestro bachillerato de preguntas y respuestas católicas, enseñaba que mentir era decir lo contrario de lo que uno siente. Certera definición que, en cierto modo, hasta mejora la de María Moliner en su apreciado diccionario, donde la mentira es «cosa que se dice sabiendo que no es verdad con intención de que sea creída». Explicación descriptiva de una evidencia tan exacta que parece tomada del ideario de algunos partidos políticos, los cuales tienen por necio al pueblo soberano, mientras le administran dosis masivas de engaños que tergiversan la palpable realidad. Incluso coronan la montaña de las falsedades asegurando que -por ejemplo-, nunca investirán a Sánchez -el candidato más votado con gran diferencia-, pero que están dispuestos a colaborar con él en cuestiones de Estado. Promesa que es, en verdad, un incoherente engaña bobos, pues no hay asunto de Estado más importante que dotar al país de ese gobierno que obstruyen los mismos que ponen el grito en el cielo por no tenerlo.

Desconocemos si allá por los años 80 del siglo pasado, el agudo ensayista francés François Revel conocía dicho catecismo -él terminó acercándose al pensamiento budista- pero en varios libros controvertidos, hirientes, coincidía con el padre Ripalda, precisando una gran verdad: que el mundo occidental contemporáneo está manejado por la mentira y conducido por el engaño lucrativo. Afirmación que, en principio, nos pareció exagerada, pero que hoy la suscribiríamos a pies juntillas como si fuera dogma o axioma.

Para mejor adentrarnos en la verificación de los efectos nocivos de la mentira, tomaremos, remontándonos a la Grecia clásica, una cita de Aristóteles, contenida en su Ética a Nicómaco. Allí escribió: «La falsedad es vil y censurable, mientras la verdad es bella y laudable». Siglos después, Agustín de Hipona dijo lo mismo con parecidas palabras y, en esa línea, el dominico Tomás de Aquino considera a la mentira «un desorden fundamental con repercusiones sociales, pues va en contra de la naturaleza de la comunicación humana y, por tanto, en contra de la justicia».

Tales sabidurías fueron ensalzadas y difundidas en la Europa del Renacimiento pero, como denunció Maquiavelo, raramente practicadas por los príncipes. Cosa idéntica a lo que hace Trump a diario prostituyendo la verdad en su imperio vallado. Por eso, también conviene recordar que a ciertos reformadores clarividentes, como el agrio Calvino, les parecieron condenables la media verdad, la hipocresía altiva y doctrinaria, la restricción mental o el conflicto de deberes gobernado por la cautela, pues «la virtud de la prudencia nunca debe escudarse en la mentira que es intrínsecamente mala y genera enemistad». También, a veces, se nos viene al recuerdo la frase que nos repetían en las aulas de nuestra infancia: «Solo la verdad nos hace libres». Una aseveración pedagógica que parece cada vez más desfasada, pues en nuestro tiempo pocas cosas excluyen y subyugan tanto como la verdad a cuerpo limpio.

Como corolario de lo anterior pensamos, tal vez cayendo en la ingenuidad, que deberían fletarse organizaciones no gubernamentales con el objeto de perseguir por todos los océanos de la Tierra la mentira pública que tanto deteriora la rectitud del criterio sustentado por lo verdadero.. Pero no se nos oculta la dificultad, de erradicar las falsedades metódicas e interesadas que se extienden como una marea negra y acaban deteriorando el clima de la convivencia y contaminando la pureza de la intención. En realidad, los efectos de la mentira política son, aunque raramente los percibamos, tan dañinos como los aerosoles que, imperceptible e inexorablemente, ensanchan el agujero de la capa de ozono.

* Escritor