El Domingo de Ramos se alza esplendoroso y magnífico, con la bendición y la procesión de las palmas, acompañando de nuevo a Jesús en la escena fulgurante de su Entrada Triunfal en Jerusalén. Comienza así la Semana Santa, la Semana Mayor del calendario cristiano. El pueblo de Dios es particularmente sensible al misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Sobre todo, a los sufrimientos del Nazareno y de su Madre, María. El pueblo de Dios se identifica fácilmente con las llagas y las soledades de Madre e Hijo. La Semana Santa, ante todo, debe abordarse desde su protagonista, Jesucristo, el hombre de la cruz: «El hombre de la pasión, que encarna la pasión por el hombre». Soren Kierkegaard afirma que «la fe se manifiesta en la infinita pasión por lo existente». Pasión por la vida y por aquel que es su fuente. La misma fe, esperanza y caridad no son ideas, son pasiones, hechos pasionales. Todos nacemos como seres apasionados. Nuestra vida no progresa por órdenes o prohibiciones, sino por una pasión. No procede por golpes de voluntad, sino por atracción. No avanza por obligaciones, sino por seducciones. La pasión nace de una belleza al menos vislumbrada. La pasión por Dios nace de haber descubierto la belleza de Cristo. Ernes Ronchi, el religioso que dio los ejercicios espirituales hace dos años al Papa y a la Curia Vaticana, les exponía por qué sentía en su corazón el atractivo de Dios, con estas palabras: «Dios no me atrae porque es todopoderoso, ni me seduce por ser eterno y perfecto; por estas cosas se le puede admirar e incluso obedecer, pero no amar. Dios me seduce con el rostro y la historia de Cristo, el hombre que lleva una vida buena, bella y bienaventurada, libre y amante como nadie lo ha sido. Él es la buena nueva que dice: Todos pueden vivir mejor. Y el evangelio tiene la clave y guarda el secreto. «Estoy cansado de decir Dios», escribía Pascal, «quiero sentirlo». Busco a un Dios sensible para el corazón, a uno que hace feliz el corazón, cuyo nombre es alegría, libertad y plenitud». Magníficas y entrañables las palabras de Ronchi. Nuestras hermandades y cofradías han aprendido bien la lección. Y por eso, cada nazareno, cada costalero y cada penitente, sale a la calle acompañando a sus imágenes, proclamando el mensaje más hermoso y palpitante del cristianismo: «Dios es bello. A nosotros nos toca anunciar a un Dios bello, deseable e interesante, que alienta la vida. Hemos empobrecido el rostro de Dios, a veces lo hemos vuelto mísero, relegándolo a hurgar en el pasado y en el pecado del hombre y la mujer. Hemos hecho de Él quizá un Dios al que se venera y adora, pero no a alguien implicado e involucrado en nuestras vidas». Ante tantas interrogantes de la sociedad de nuestro tiempo, las hermandades y cofradías tendrán estos días a punto, en sus estaciones de penitencia, la gran respuesta: «El Dios Amor crucificado es Alguien que hace feliz mi corazón». La Semana Santa de Córdoba será un clamor de esperanza y de fe por calles y plazas, y ojalá, por los valles humanos más sombríos y anhelantes.

* Sacerdote y periodista