Acaba de pasar por la Casa Góngora una peculiar muestra que, bajo el título De toreros y espíritus, ha reunido en un tándem sorprendente obras de la japonesa Hisae Yanase, la artista recientemente fallecida, leve y de profunda espiritualidad plástica --y de la otra--, y del cordobés Mariano Aguayo, que a sus 87 años hace una pintura cada vez más joven, alegre y rebosante de color. Aguayo ha vuelto a la temática que protagonizó hace seis años su exposición en la desaparecida galería Carmen del Campo, o sea que sigue con refrescantes estampas, entre la vanguardia y lo naif, de toreros y picadores quietos, en espera de una suerte suprema que parece no llegar nunca.

Mariano Aguayo, un lord andaluz de serena presencia, aunque ni su cabeza ni sus pinceles conocen el descanso, esperó a cumplir los 80 para reinventarse como artista. Y lo hizo regresando a los orígenes. Porque pocos recuerdan que este aristócrata de cuna con alma de pueblo, un hombre libre donde los haya que durante décadas ha recreado con verismo en lienzos y bronces el mundo de la montería, tan afín a su mundo, tuvo en sus comienzos artísticos, allá por los iconoclastas años sesenta, una época en la que prometía como artista de vanguardia tendente a la abstracción. Un periodo en el que, por cierto, también despertó su atención la estética taurina. En 1965 realizó el cartel anunciador de la inauguración de la plaza de toros de Córdoba, y una reinterpretación de aquel toro que se empinaba volvió a servirle para conmemorar con su actual paleta optimista y de manchas planas los primeros cincuenta años del coso. Hoy, cercano ya a los 90, sigue siendo lo que siempre ha sido, un cordobés serio y finamente irónico que tras su pose relajada y un poco indiferente no ha parado de trabajar para el arte, aunque, eso sí, haciendo solo lo que le divierte y al ritmo que le pide el cuerpo. Y eso que su mala salud de hierro le jugó al comienzo de esta década una mala pasada. Un ictus que a punto estuvo de dejarlo sin habla se llevó consigo una de las más ricas facetas de este humanista a la antigua usanza, la de escritor. Con ello perdimos al excepcional narrador que era, atento a la naturaleza y las gentes que la habitan, con sus pasiones y su propio vocabulario. Pero a cambio el ictus le dejó unas ganas tremendas de vivir y pintar. Pintar y vivir bien y despacito.