Hace un año temblaban los aviones de miedo y mascarillas, las fronteras cerradas y las calles vacías. El mundo se caía precipitadamente sobre nuestras cabezas a un ritmo brutal de 1.000 muertos diarios. En marzo de 2020 daba la sensación de que esa mano gris de la pandemia nos iba a estrangular dentro del puño. Había que tomar muchas decisiones y muy rápido. En el Centro de Alzheimer de Alcaracejos se acertó: las trabajadoras acordaron pasar allí la cuarentena, confinadas con los residentes, para que el covid-19 no cruzara esas puertas. Ahora, justo un año después, es noticia que de entre sus 63 residentes, ninguno ha caído enfermo por coronavirus. Tampoco entre el personal que los cuida. Se hicieron grupos burbuja de trabajadores y usuarios, distintas rutas para moverse por el interior del centro, actividades para los mayores por habitaciones y un turno para los salones y el comedor. Visto desde fuera, lo que parece, especialmente, es que se aplicó el suficiente sentido común que ha venido faltando en los distintos niveles institucionales para dotar a esta nueva vida extraña de sentido y coherencia. Ahora ya están todos vacunados y hay que celebrar esta inmunidad colectiva como espejo de lo que debería ser la nuestra: sensatez y constancia, la determinación de mantenerse fuertes dentro del cerco que nos defenderá. Esto cuesta trabajo porque todos estamos deseando salir de las burbujas, dejar el muro atrás y disolvernos en todas esas cosas que nos hacían felices hasta hace un año y que dábamos siempre por sentadas. Todo esto contrasta con las fiestas ilegales y tanto egoísmo a lo ancho. Viva Alcaracejos, vivan esos cuidadores y sus residentes. El éxito del Centro de Alzheimer de Alcaracejos ha sido recordarnos que este esfuerzo máximo encontrará su premio, pero hay que resistir. Un valor sanitario, pero también moral. Nadie se ha rendido: este centro de Alcaracejos ha sido El Álamo o Numancia. Un búnker de esperanza para seguir viviendo.

* Escritor