En un lugar solariego de la majestuosa Penibética irradia su incontestable señorío una ciudad de acrisolada alcurnia histórica. De varia fortuna material a lo largo de su dilatada trayectoria, la centuria del Quinientos pero sobre todo la del Barroco legaron a su incomparable patrimonio artístico sus adehalas más preciadas. Solo un dígito presenta el número de urbes que en nuestro país, predilecto de las musas, pueden equipararse o rivalizar con el de la ciudad ahora evocada.

Consciente de la alta --y difícil...-- misión de administrar con decoro y enaltecer con ilusión tan envidiable herencia cultural, su hodierno regidor no escatima desvelos --y acaso también muy probablemente vigilias...- para que tan envidiable legado siga siendo pieza principal de su identidad histórica y civilizadora. Donde en muchos lugares andaluces se colocan palabras, él pone hechos; donde se exhibe propaganda, él construye un relato edificado sobre el testimonio y el contraste. Naturalmente, toda la corporación participa decididamente en tan hermosa empresa-aventura y es corresponsable de su estimulante éxito; pero, sin duda, y por escaso que sea su afán protagonístico, la porción sustancial y el elemento clave de su elevado rédito social es el alcalde de un cabildo municipal todo él de sobresaliente laboriosidad y diligencia. El capítulo cultural, tan deficitario y manifiestamente mejorable en toda la Península y sus dos Archipiélagos, es, como quedó dicho, su muestra más relevante.

Se avecinan tiempos electorales para nuestra patria. Sin intromisión alguna en la política partidaria --no digamos en la banderiza...--, no dejaría, sin embargo, de significar una buena noticia para el semidesahuciado Sur que tan eficaz edil continuara al frente de la gran urbe en que naciera. Siempre de la incierta suerte de los comicios de cualquier naturaleza, la opción política por él defendida ganaría fuerza y presencia en un territorio que, tradicionalmente, le ha sido adverso. Gustoso, como suele decir donosamente, de los partidos (de fútbol, bien se entiende) en casa, sus conciudadanos podrían, en todo caso, imponerle un «destino» nacional. Sería una prueba más que la democracia española goza de notable salud. Como en los tiempos de los romanos -nuestros antepasados más excelsos-, el municipio es el principio y fin de toda sociedad bien organizada y medularmente democrática; en él debemos seguir buscando la fórmula más sana y eficaz de progreso cívico. Gran parte de los mejores alcaldes de un régimen tan democrático como la IV República Francesa constituyó la cantera más ancha y envidiable de su profuso elenco ministerial; y la Alemania Federal de Bonn se alimentó en sus más elevados puestos de dirigentes de idéntica fuente. ¿Por qué el desnortado conservadurismo español de la hora presente no podría mirarse en tal espejo? A la vista de lo reflejado por la provincia andaluza en que se ofrece más robusto, no sería probablemente mal camino para su ineludible empresa palingenésica.

* Catedrático