Un anciano, acompañado de su nieto, que tras terminar medicina, lo visitaba, subía cada mañana a lo más alto de una montaña y hacía una fotografía. El muchacho, un día, exclamó: abuelo, ¿para qué quieres todos los días la misma fotografía? Desde aquí siempre se ve lo mismo. El abuelo, sonriendo, contestó: no, hijo, no. Son tus pocos años los que ven siempre lo mismo. Los míos, muchos ya subiendo a esta montaña, cada día descubren cosas nuevas. Mira -añadió, mostrándole un álbum de fotografías-, en esta hay nubes, en esta los árboles no tienen hojas, en esta otra, una bandada de pájaros cruza los cielos... ¡pues es verdad; no me había fijado! -exclamó el joven. La vida, hijo, te enseñará a fijarte. Trata de aprender, porque de lo contrario tu vida será un electroencefalograma plano. Hasta aquí el cuento, pero es así. los años nos dan a conocer, a vivir, a pasar por tantas cosas que, al mirar el álbum de nuestra existencia, bien podemos hablar de vivencias reales, que vuelven a vivir los jóvenes, idénticas a las nuestras, y que, en parte es necesario subir todos los días a la montaña para aprender matices que nos ayudarán a vivir de forma exitosa, pero la experiencia, hoy día, está tan marginada, tan devaluada, que nadie quiere saber, que nadie cuenta con ella, que se considera una antigualla de la que uno se sacude exclamando: ¡eso es muy antiguo; las cosas ahora no son como las de ayer! Y no son, pero tienen «rostro» y hay que, con humildad, mirarlas, verlas y comprobar que en mucho son idénticas, a pesar de la diferencia que puede haber de años Solo una cosa es más dolorosa que aprender de la experiencia, y es, no aprender de la experiencia. Si bien es verdad que uno aprende de sus propios errores, no lo es menos que si podemos evitar un traspié echando una ojeada a ese «álbum» de experiencias que son los mayores y que en mucho raya en sabiduría, no lo despreciemos tan olímpicamente.

* Maestra y escritora