Me disponía a entrar en el CEIP Albolafia, acompañado por un grupo de estudiantes prestos a conocer su comunidad de aprendizaje, un proyecto de transformación social y cultural del centro educativo y su entorno, cuando me encontré con Francis que despedía a sus hijas más pequeñas en la misma puerta del colegio. Al verme me abrazó con una entrañable sonrisa. A Francis lo conocí a principios de los años 90, con apenas nueve años, cuando desarrollaba mi compromiso social con los chavales en la calle Torremolinos.

Francis era un niño que no pisaba el colegio, al igual que no lo hacían la mayoría de los chavales de mi grupo de la calle. En aquellos años el colegio era un verdadero búnker, al que desafiábamos saltando sus muros en horas vespertinas para poder jugar en sus pistas deportivas. Los mismos niños que no querían ir al cole por la mañana con sus maestros de la escuela, acudían encantados por la tarde con sus «maestros de la calle». En aquellos años, donde todavía apenas se hablaba de igualdad, inclusión y solidaridad, estos niños perderían a padres y demás familiares a causa de las toxicomanías y el Sida. Recuerdo que algún crío más despierto descubría nuestras intenciones cuando nos decía que estábamos con ellos para que no les pasase lo mismo que a sus familiares. En 1993 y en este mismo diario los entonces educadores de la calle llegamos a escribir un artículo, que bajo el título La calle Torremolinos analizaba la situación de la misma y nos referíamos al colegio con estas palabras: «En una noticia aparecida en la prensa local a principios de 1993 podíamos leer que el racismo disimulado, en el mejor de los casos, condiciona la escolarización de los barrios marginales de nuestra ciudad. Los padres tratan de evitar determinados colegios para sus hijos, entre ellos el CP Albolafia, donde acuden la mayoría de los niños escolarizados de la calle Torremolinos». En el escrito decíamos que la escuela no era capaz de responder a la realidad de estos chavales, siendo las consecuencias más inmediatas el elevado absentismo y el rechazo escolar.Veíamos que nuestros chavales eran inteligentes, que pensaban y opinaban, que les gustaba aprender aunque de otra manera. Señalábamos a un sistema educativo diseñado para reproducir un sistema social injusto y desigual.

Hoy, después de casi treinta años, esos niños son padres, e incluso abuelos, que llevan a sus hijos y a sus nietos al colegio, gracias a que después de quince años el colegio Albolafia, apoyado desde entonces por algunas ONG de la zona, como la Asociación de Educadores Encuentro en la Calle, cogió el rumbo de la educación con mayúscula: los/as maestros/as, desde el conocimiento de la realidad y la labor profesional, abrieron sus corazones y sus manos a estos/as niños/as hambrientos de oportunidades para enseñarles el camino de la dignidad. Fue pionero en poner en marcha la comunidad de aprendizaje, un reto en el que se implican todos los actores de la comunidad educativa, y desde la escucha, el debate, la información, el consenso realizan la hermosa tarea de enseñar a aprender desde la cotidianidad de la vida. Sus claustros, encabezados por valientes profesionales, apostaron por un tipo de educación en el que lo primero que prima son las necesidades de los niños y niñas y sus duras realidades para transformarlas.

Ahora falta que la Administración educativa asuma el compromiso de coger «el martillo y tirar los muros de la segregación» no permitiendo institutos en una misma calle en los que hay alumnado de primera y de segunda, no permitiendo la escolarización segregacionista, haciendo de algunos colegios guetos sociales. Se podrán hacer muchos esfuerzos desde colegios como el Albolafia, Duque de Rivas o Antonio Gala pero si la Administración sigue con la misma dinámica de sectorizar a la sociedad entre ricos y pobres, gitanos y payos, inmigrantes y nacionales poco se podrá lograr. Mientras un niño del CEIP Albolafia, después de llegar a sexto con todo el esfuerzo realizado por él, por sus maestros, familiares, agentes sociales, no tenga la posibilidad de ir a su instituto inclusivo, solidario e igualitario, esa magnífica labor no tendrá garantía de éxito.

¿Por qué la Administración educativa no toma medidas para evitar guetos educativos? ¿Por qué no apuesta por equipos educativos dispuestos a desarrollar comunidades de aprendizaje por encima de otros intereses? Hay que tomar medidas valientes, que no teman resultados electorales, haciendo de los colegios e institutos pagados con dinero público espacios de interacción social, donde todo el mundo quepa, conviva, se mezcle, enseñando y aprendiendo a hacer posible una sociedad igualitaria, inclusiva y solidaria.

El propósito de la educación inclusiva es permitir que los maestros y estudiantes se sientan cómodos ante la diversidad y la perciban no como un problema, sino como un desafío y una oportunidad para enriquecer las formas de enseñar y aprender (Unesco, 2005).

¡Enhorabuena comunidad educativa Albolafia por hacerlo posible!

* Profesor y cofundador de la Asociación de Educadores Encuentro en la Calle