No tengo ninguna esperanza en el 2021, porque el 2020 me rompió el corazón, y me siento como un recién divorciado que despechado y roto baila y tararea canciones de Duncan Dhu en el Long Rock. He cogido unos cuantos kilos en Navidad, pero ha sido para un papel. Encarnaré a un cuarentón panzudo con dos hijos pequeños que vive de alquiler, que aplaza y aplaza angustiado la entrega de una novela que no es capaz de escribir y que convive con un miedo terrible a quedarse calvo. Una historia intrascendente que, sorprendentemente, será llevada al cine. A un cine doméstico, eso sí, con brasero chuminero, superthings en la ranura del sofá y un retén de mantecados, supervivientes envueltos en plata, amotinados en una bandeja sobre la mesa del salón. Entra Drenthe. Sale Trump. Estamos construyendo un mundo desconcertante. El chiste no puede ser la respuesta a todas las preguntas de nuestro tiempo. Y, sin embargo, cada vez que pasa algo gordo, ahí vamos, con la socarronería y el juego de palabras. El humor es un tirano. Todo lo asola. Se da más importancia de la que tiene. El humor es una herramienta hermosa, pero no entiendo que sea la primera reacción a cada cosa que pasa. Hace muchísimo tiempo que no me río a carcajadas con nada. Es como la risita perpetua y vacía de la hiena. Me preocupa lo que ocurre ahí fuera. El lunes me pongo a dieta.

Mi corazón se parece a Córdoba en que siempre parece que va a nevar pero pocas veces nieva. Esta ciudad con tacto invernal patina sobre mi sangre escarchada; lo confieso. No aclararé si con orgullo o resignación, porque ni yo mismo tengo esa certeza. Anduve por la ciudad con prisa estos días. Una prisa artificial, porque no tenía nada que hacer, pero me es imposible tomarme estas calles con calma. Las atravieso con aquel ritmillo de Rajoy, ligero y tenaz, con las manos en los bolsillos por el frío y el atávico terror a enredarme en los bares, a liarme con antiguos amigos, a cultivar de nuevo el sagrado arte del referimiento, el tercio y las conservas. En Córdoba siempre estoy de paso. Hay en los bares un refugio tenue para los que vivimos acelerados. Ahora que parecen extintas las tapas con bandeja de pizarra, el rulo de cabra y la cebolla caramelizada, ahora que parecen de otro tiempo los cubatas con Puerto de Indias y sus correspondientes fresas náufragas, ahora que poco a poco la cerveza industrial vuelve a poner en su sitio a esos inenfriables caldos artesanales; meterse en un bar a ver cómo pasa la vida se ha convertido, casi, en el único lujo que podemos permitirnos. Y pronto, ni eso.

Tengo muchas ganas de que vuelvan a abrir las discotecas, para ir allí, acodarme en la barra, pedirme un combinado, y quejarme de la música. Echo de menos el Automático. Echo de menos bares que cerraron hace quince años. Tengo nostalgia de borracheras pasadas y, sobre todo, de aquella irresponsabilidad que me acompañaba a todas partes. Cuando no daban miedo las resacas, estas convalecencias que son ahora a mis cuarenta. Como el E.T. cuando se pone malito. Me potrean mis hijos en la cama. No respetan las alegrías etílicas, las noches que se alargan, las amistades que hace tiempo que uno no veía... No respetan nada, que es la esencia de su espíritu, su gran encanto, estos niños míos. Ibuprofeno, patrón de la inconsciencia, te rezo. O tempora, o mores, oh chupitos de tequila, oh pizza recalentada, oh Baby Tv a toda hostia en la televisión.

Más gordo, más viejo, más cansado, afronto los tiempos nuevos. Simiescamente parecidos a los anteriores. Empezó el ocaso de nuestra era cuando los toros mecánicos dejaron de estar de moda en las discotecas de verano. Luego quitaron Lluvia de Estrellas. Después, lo de los móviles. ¿Os acordáis de cuando esperábamos sin un móvil en la mano? Cuando esperábamos, sin más. Era un infierno, pero era nuestro infierno. Aquella convivencia con nosotros mismos en un banco en la Plaza de las Tendillas. Quince o veinte minutos de incomodísima soledad. Ahora todo es más sencillo. Y más complejo, en una de estas sucias paradojas de nuestro tiempo. Recurrimos al humor para protegernos de lo que no entendemos. No entendemos porque tenemos muchas cosas que hacer. La hondura exige caminar despacio. Mirar el tendido. No quiero resultar cenizo, pero la vida es una cosa tan seria. «Ser figura del toreo es estar dispuesto a morir dieciocho o veinte tardes por lo menos con tal de que no se vaya el toro sin cuajarle una buena faena», dijo Antonio Ordóñez. Las risas, en el tendido, entre toro y toro. En el albero, no hay más remedio que arrimarse.

* Escritor