Hisae Yanase solía decir que no sabía dónde estaba ni de dónde era, mitad japonesa y mitad española, y que se sentía como flotando en el aire, a pesar de que había echado tan hondas raíces en Córdoba --ciudad que hizo suya desde su llegada en 1968, con 25 años-- que tenía claro que quería morir aquí. Y hasta bromeaba soltándole al marido con su risa de pájaro, en un alarde del humor entre negro y zen que a veces gastaba: «Mira, Antonio, como eres mucho más joven que yo y me moriré antes que tú, echa mis cenizas al patio». No sé dónde acabarán las cenizas en que ayer se convirtió la gran artista que, con tenues alas de mariposa, decidió posarse hace medio siglo en Córdoba para conocer la técnica del cordobán y aquí se quedó aprendiendo y, sobre todo, enseñando; pero seguro que esas cenizas no viajarán lejos. Eran muchas cosas las que la unían a este suelo lleno de amigos, entre otras la hija de tres años que perdió. Un tremendo revés de la suerte -en la que creía a ciegas, para bien y para mal-- que no quitó la eterna sonrisa de sus labios, pero instaló en su mirada una suave melancolía que ya nunca la abandonó.

Sí, Hisae Yanase, sutil pero potente fuerza de la naturaleza que se ha ido de repente, al parecer tocada por el rayo del ictus, se ha movido siempre entre dos mundos, y se ha movido mucho. Lentamente, al igual que esas piedras milenarias que, como sus mismas cerámicas, han debido saberlo todo antes de acercarse a la esencia, que era su meta y casi la rozó. Se trajo de Oriente el misterio del arte como sosiego inquieto, y aquí aprendió que la vida es una ventana abierta a la sorpresa. «Lo importante es andar, ser un canto rodado», me dijo en la primera entrevista que le hice para este periódico, a principios del milenio, con motivo de una antología de su obra que se exhibió en la Posada del Potro, titulada Perpetuum mutabile. Y explicaba en aquella ocasión en su particular idioma, a base de un español pronunciado a saltitos, confesaba entonces con acento que mezclaba la fonética nipona con el más genuino acento cordobés, lo mucho que la emocionaba la belleza de una piedra, pero más su interior. Porque para ella la naturaleza era arte y poesía, y su recreación en cerámicas y pinturas la filosofía de vida de un ser reflexivo, capaz de imprimir gracia y hermosura hasta a los Guijarros Heridos, que fue el nombre que puso a otra de sus exposiciones.

Era tan menuda como una miniatura de porcelana, pero esta mujer mínima era capaz de fabricar rocas, perennes y cambiantes como en la naturaleza que le servía de ejemplo; piezas que, gracias a su dominio técnico, arrancaba de la misma sustancia de los sueños. Había que ver la energía que desplegaba en el taller instalado en su enorme casa del barrio de San Agustín --un microcosmos de patios con limoneros y guiños a la cultura oriental--, mientras preparaba con rapidez la fogata del horno, a veces traicionero, o se movía cargada de materiales. Hospitalaria como era, por esa casa pasaron muchos amigos, algunos de ellos artistas del barro a los que prestaba techo, fuego y, hasta sin quererlo, magisterio. Porque ni las trampas del lenguaje ni el saberse flor trasplantada de otro mundo le supusieron nunca un obstáculo para comunicarse, como bien saben las muchas generaciones de alumnos que desde 1976 pasaron por sus clases de la Escuela de Artes y Oficios. Muchos la recuerdan con tristeza en la hora de la despedida. Pero a los que la conocieron bien les consuela saber que para Hisae Yanase --que no era creyente pero respetaba todas las religiones-- la muerte no era el fin, sino una llamada de la madre naturaleza para regresar a ella. Quizá ya la sobrevuele encarnada en mariposa.