De nuevo, espacios vetados. Cerrados. Prohibidos. Rincones que saben a diversión o a descanso o a trajín. La carne poco hecha, por favor. Otro café que hoy no he dormido. Una copa de cava, hay que celebrarlo. Locales en los que siempre pasan cosas. Cerrojo a la puerta de una habitación privada. En París imponen toque de queda. Y aunque la expresión desborda la imaginación, no habrá patrullas que disparen a todo el que se mueve. Pero la mente está ahí, para susurrarnos o gritarnos que el tiempo y el espacio escapan de nuestra voluntad. Una sensación extraña. Al menos en esta parte del mundo.

Lugares y horas prohibidas. Y detrás de la normativa, la representación de una amenaza. El virus pasará. Ojalá pudiéramos hibernar hasta su desaparición. Pero seguimos viviendo, entre vetos. También los teatros, los cines. Un asiento vacío a cada lado de la butaca. ¡Qué abismo! ¿Quedarán rastros de las sensaciones actuales cuando todo pase? Una pequeña alarma roja que se dispare al atravesar un umbral, que nos advierta de un peligro inexistente. Hay más pérdidas de las que pueden contarse. Nos quedará la transgresión.

*Periodista