El bien más necesario y apreciado para la vida es el agua. Presente en todo lo que nos rodea, incluso en nosotros mismos, pues somos agua; muy presente en la naturaleza, en todas sus formas y manifestaciones, a veces terriblemente devastadoras. Agua, símbolo de vida y agua, señal de muerte.

Esas DANA, antaño más conocidas como «gota fría», tienen por costumbre azotar la costa mediterránea con excesiva frecuencia y virulencia, por más que dentro de pocos días las imágenes pavorosas que nos han sacudido solo permanecerán en el recuerdo de los más directamente afectados, algunos de los cuales lo han perdido todo menos la vida. Para el resto, continuará la rutina cotidiana como si nada hubiera pasado, pendientes de otros sucesos y otras noticias, quizá también trágicas, ojalá también con su contrapunto de solidaridad y entrega. Muy probablemente, la crónica de los nuevos incidentes acuáticos tendrá las aguas embravecidas del Mare Nostrum como escenario y pateras desbordadas de ilegales como víctimas. Ese mar cuyo nombre presumía ser de todos, parece más bien pertenecer solo a unos pocos porfiando en mantener a toda costa sus privilegios de existencia acomodada, mientras las olas despiadadas engullen a inmigrantes desesperados que únicamente pretendían asegurarse el pan de cada día. Apátridas desterrados por el hambre en busca del infierno de los ricos, que para ellos debe ser algo muy parecido al anhelado paraíso. Desheredados sin historia a merced de rufianes y piratas; náufragos que ya lo habían perdido todo antes de su partida y a quienes ahora solo les queda perder también la vida. Pero mientras ellos se debaten en aguas bravas, nuestra opulenta intendencia europea se inclina a negarles incluso la liberación del hambre. Es igual. Al día siguiente, nadie se acordará de ellos.

* Escritora