Si el niño senegalés acosado por sus compañeros de clase que fue arropado por unas jornadas culturales sobre su país no hubiera salido de Senegal, probablemente no habría sido escolarizado (solo el 35% lo están). Quizá estaría preparando su peligrosa odisea migratoria atraído por la fuerza magnética de Europa para la juventud africana. Y, si demostraba estar preparado, su familia o su aldea le impulsarían a correr el riesgo, que conocen, pero no en su justa medida, financiándole los costes del viaje.

La economía de Senegal crece, pero también su población, por encima del 2,5 % anual. Recorrer el caos circulatorio de Dakar, percibir en su urbanismo la enorme desigualdad social y compartir reflexión con profesores y alcaldes enseña mucho sobre la migración africana a Europa y las razones por las que va a aumentar.

Primero, la demografía. Hablamos de África como una única realidad, olvidando que en ella caben 10 europas y se hablan unas 2.000 lenguas; pero hace 100 años África tenía unos 130 millones de habitantes y hoy, 1.200 millones. La ONU estima que en el 2050 tendrá 2.500 millones, frente a 450 millones en la Unión Europea. Y en el 2100, casi la mitad de la población mundial será africana.

Europa envejece y se despuebla y África desborda de juventud y de vida. Inevitablemente, los movimientos migratorios se van a amplificar y de su dimensión y asimilación dependerá la historia del siglo XXI.

Segundo, la prosperidad. África está saliendo de la pobreza absoluta, aunque a diferentes velocidades según los países. Y, en una primera etapa, el desarrollo da más oportunidades de emigrar. Los más pobres no lo hacen, porque no tienen medios. La paradoja es que, como ocurre en Senegal, los primeros pasos del desarrollo aumentan la información, capacidad y recursos y con ello el número de los que se ponen en marcha hacia el paraíso europeo. En los próximos años se puede producir un desbordamiento que pondrá a prueba a la sociedad europea y provocará una crisis entre las élites cosmopolitas y los populismos antiinmigrantes que defienden la identidad cultural como algo monolítico y extienden todos los temores en términos de seguridad social y económica.

Pero ese problema del desarrollo, como el de los males de la democracia, solo se resuelve con más desarrollo y mejores instituciones, superando ese punto crítico y generando en la propia África las oportunidades de una vida mejor, sin tener que correr el riesgo de perderla buscándola en esa Europa que contemplan en la televisión con un atractivo irresistible. También ven los que mueren en el mar, aunque seguramente sean más los que mueren de sed en el Sáhara que ahogados. El año pasado, la Organización Mundial de las Migraciones rescató a 4.000 perdidos en el desierto, pero no sabe cuántos se quedaron allí.

Las migraciones son una constante en la historia humana. Actualmente, los emigrantes suman 10 millones al año, el 0,13% de la población mundial, lo que no justifica los miedos irracionales que hacen temer por la seguridad, la estabilidad, la paz y la identidad. Y la mayor parte de la migración africana se produce dentro de África. Pero la concentración espacial y temporal y las imágenes televisadas provocan en Europa un miedo asociado al carácter «desordenado» de una oleada migratoria que se nos presenta como «masiva» cuando todavía no lo es, pero puede llegar a serlo.

Lo que es seguro es que la Europa fortaleza no es una solución, como tampoco lo es la Euráfrica que abre la puerta a todos. Ni la vuelta a un «neocolonialismo» con contrapartidas para las élites dominantes de los países africanos a cambio de que nos aseguren protección frente a un peligro existencial. Ya lo hicimos con los dictadores del norte de África frente al peligro yihadista y ahora con Turquía y Libia, pagándoles para que contengan los flujos migratorios.

El mejor escenario sería el de una política de desarrollo compartido con una aproximación coherente al control de los flujos migratorios, con incentivos a la devolución de inmigrantes irregulares, aumento de los regulares y sistemas de inmigración circular, es decir, con garantías de retorno. Todos saldríamos ganando y algunos no tendrían que morir. Hablamos mucho de ello, pero, consumidos por el corto plazo y nuestras estériles querellas de patio de vecindad, no le dedicamos ni la energía política ni los recursos necesarios para una tarea en la que nos jugamos el futuro y los valores en los que decimos que se basa la civilización europea.

* Expresidente del Parlamento Europeo