En este enquistamiento del cinismo, tan propio del tiempo que nos ha tocado vivir, la paradoja puede ser una de las últimas sensaciones que nos arrancan un pueril asombro, como esos semblantes boquiabiertos y esos semblantes de los niños cuando asistían a su primera función de circo. La paradoja todavía nos provoca ese párvulo escalofrío, más aún si va ligada a las quebraduras de la vida. En ese sentido, Mark Twain tiene una biografía casi insuperable, por lo menos al principio y al final, que es como se rematan las buenas novelas. Y es que pocos personajes pueden presumir de haber nacido con el cometa Halley, siendo el regreso del mismo hasta la Tierra el que se lo llevase de este mundo.

Pero el morbo nos pide más, sobre todo aquellas historietas ejemplarizantes que narraban los cómicos en los soportales, acompañados de una zampoña, iniciando el relato con el «vida y milagros, ascensión y caída del susodicho». Juan Carlos I ya parece asido a su cometa, ese vocablo que parece enroscarse periódicamente en el devenir de España: el exilio. Nació en Roma y, como el destino de los elfos, parece partir hacia Poniente, una transustanciación que promete no dejar irresueltos los problemas del anterior monarca con el fisco.

Parece flotar una maldición recíproca en este país de aspavientos. Es cierto que la República fluctúa como una utopía, como un asidero, como un ventilador que catapultase a esta nación a cuotas más altas de fraternidad, o simplemente preparase el advenimiento de una dictadura del proletariado. Pero, pese a investirse del trascendente calificativo de parlamentaria, la Monarquía no ha visto los últimos días de un Rey en suelo español desde Alfonso XII.

Al penúltimo rey Borbón se le va a hacer pasar el quinario de un tonadillero, el «adiós mi España querida». Desde luego no es el periplo del hambre y las maletas de cartón que sucesivamente han retratado las miserias de este país. Pero tampoco puede emularse con la caza y captura de Luis XVI en Varennes, la frustrada huida para montar un contraataque con los austriacos. Es una decisión dolorosa para que se minimicen los daños colaterales a la más alta Magistratura del Estado.

La expiación es grande, como las buenas paradojas. Unos pecados que en otros tiempos quizá se hubiesen reconducido en Yuste, pero eso de ingresar en un convento quiebra la aconfesionalidad del Estado y no sabemos si remataría definitivamente sus votos de castidad. Pero hay que demediar estas fallas, querencias propias de antiguos Borbones, con el servicio histórico que el anterior monarca prestó al pleno establecimiento las libertades en España. Su sino no solo es la mejor paradoja, sino la evidencia del buen engranaje del Estado de Derecho. Junto a ello, hay que extirpar la mezquindad de quienes estaban ansiando este río revuelto, empezando por quienes que subrayar aun más su papel institucional. Torra dice «como Alfonso XIII». Y bien que los bisabuelos de estos independentistas le bailaban el agua al nieto de Isabel II, llorándole para que se contuviese el pistolerismo y la anarquía.

No es el único. La transición, como pretenden algunos, no puede enmarcarse en las corbatas grandes y los avejentados chistes del Florida Park; en el sepia de los cigarrillos y en unas batallitas que no fueron para tanto. Si Juan Carlos I se exilia también se desgarra algo de nosotros. Y no por quitarnos la boina del sojuzgamiento, sino porque las turbulencias de un Estado democrático aún no hemos conseguido definitivamente domeñar. Sigo discrepando de la moraleja de Tirso de Molina en “El Condenado por desconfiado”. El valor de una vida no puede apreciarse únicamente por el último acto. Larga vida a las paradojas.