En vísperas del 8-M, cuando, instalados en una precampaña electoral sin principio ni fin todos quieren ser más defensores de los derechos femeninos que nadie, se ha ido sin hacer ruido una mujer que, a su manera discreta pero contundente, pisó con seguridad en su profesión y fue ejemplo para otras muchas que llegaron después. Hablo de Josefina Escobar del Rey, la primera letrada inscrita en el Colegio Oficial de Abogados de Córdoba, que mañana la recordará en un acto de tributo a veteranos colegiados con el que arranca la conmemoración de su 250 aniversario. Fue también, durante dos décadas, la única mujer que ejerció en la administración provincial de justicia, cuando a ellas les estaba vedado ser juezas, fiscales o notarias y lo de dedicarse a la abogacía era algo tan temerario que ninguna se atrevía a afrontarlo. Josefina Escobar, niña de la guerra (nació en 1930 en el seno de una familia acomodada de Villaviciosa), diminuta y de apariencia frágil, logró imponer su voluntad frente al deseo del padre, que la veía mejor de farmacéutica; pero como no se imaginaba entre probetas -que ya hubiera sido romper moldes, gracias a una madre empeñada en dar carreras a sus diez hijos--, Josefina, penúltima hermana de una saga de científicos, optó por la toga.

Sin embargo, aun dispuesta a desafiar a la gris sociedad cordobesa de los cincuenta, no pudo enfundarse esa toga al acabar los estudios en Granada, donde solo había otra chica en clase y a las dos las sentaban en primera fila para ahorrar tentaciones al Maligno. Como el panorama laboral se le dibujaba negro, sin poder opositar y sin ganas de acabar en una escribanía, al licenciarse en Derecho (1954) se quedó en casa a la espera de alzar el vuelo.

La ocasión se le presentó cuatro años después. Con Francisco Poyatos como padrino de jura --en cuyo despacho encontró acomodo y buenos consejos--, el águila real con aspecto de pajarito debutó el 30 de abril de 1958 en la Audiencia Provincial ante tanta expectación que al día siguiente este periódico narraba lo allí vivido como todo un acontecimiento. Gracias a una estupenda memoria entrenada en el estudio profundo de multitud de casos --pasó al bufete de Fernández de Castillejo hasta montar el suyo en la plaza de San Hipólito--, casi seis décadas después la abogada recordaba con su sonrisa triste y mirada pícara tanto los buenos como los malos momentos de una trayectoria centrada en poner paz en la guerra de sexos, como experta que era en Derecho Matrimonial. Porque odiaba las entrevistas, pero si te concedía un rato de su tiempo --ocupado entre legajos hasta casi el final, sola y enferma en aquel despacho que acabó siendo su vivienda- tenías garantizado un buen surtido de vivencias agridulces contadas con gracia y economía de palabras, la misma que solía emplear en los informes y las demandas para no dispersar la atención sobre lo sustancial. Sin ser persona resentida, no olvidaba que, en los comienzos, para probar su entereza, tuvo que lidiar por la vía de oficio con regalitos que le pasaban sus compañeros, temas «feos» decía ella, violaciones, estupros y hasta bestialismo, desagradables de defender incluso para el letrado más curtido en el oficio.

Luego llegaron otros muchos asuntos que le dieron pie para mostrar brillantez y preparación, que junto a sus larguísimas horas de trabajo y un punzante sentido del humor fueron las armas de su larga vida. Antes de acabarla entre ausencias, perdida en una residencia de Jerez, a Josefina Escobar le hubiera gustado ver su nombre en una calle de Córdoba. No fue posible, pero el Ayuntamiento tiene ahora una excelente ocasión de perpetuar su memoria en el callejero.