Pasó esta extraña Navidad, despedida entre globos aerostáticos y saludos de los Reyes Magos desde las alturas para evitar contaminaciones -más todavía, que bastante tenemos con las que ya están dando la cara tras las fiestas-. Todo pasa y todo queda. Pasaron Sus Majestades de Oriente en vuelo fugaz, pero compensaron la decepción infantil con un reguero de juguetes que ayer, por arte de su magia, pudieron disfrutar en sus casas los niños a pesar de la pandemia, las restricciones y demás anomalías que ya se han hecho triste hábito por la fuerza de la costumbre. Aun en las situaciones más insólitas, el ser humano tiende a fingir normalidad o algo parecido, es su forma de aferrarse al espejismo de que la vida sigue igual.

Por eso las tiendas del centro y de los barrios se han llenado; bueno, o más bien se han visto largas colas a sus puertas por las entradas dosificadas que había prescrito la autoridad. Pero el chorreo de clientes ha sido continuo aunque las compras no hayan satisfecho las expectativas de los vendedores; nunca lo hacen, y mucho menos en este año del quiero y no puedo. El caso es que ni han faltado los típicos productos navideños en las mesas, aunque sí muchos queridos comensales, ni se ha quedado sin su regalo ningún niño gracias al esfuerzo de oenegés y otros movimientos solidarios -la generosidad será casi lo único digno de recordar de todo esto- que los fueron recogiendo para hacerlos llegar a las familias más necesitadas. Puede que no todos esos juguetes se hayan atenido a las recomendaciones del Instituto Andaluz de la Mujer, que había pedido a fabricantes y familias excluir cualquier juego que distinguiera entre roles masculinos y femeninos; ya saben, muñecas o cocinitas para las niñas y armas de mentirijilla para los niños. Una campaña esta del IAM contra los juegos sexistas o violentos llena de sensatez pero no tanto de oportunidad, pues en estos momentos son otras amenazas más urgentes las que preocupan a adultos y menores, entre ellas el reto de la vuelta mañana al cole y demás centros docentes sin que se disparen las cifras de contagio en la comunidad educativa tras las vacaciones.

Ha sido, en suma, una Navidad difícil en la que todos hemos intentado, con más o menos éxito, hacer de tripas corazón. Pero eso no justificaría que olvidemos a los que la han pasado peor que nosotros, personas marcadas desde que vienen al mundo por nacer en un sitio y no en otro, para las que el coronavirus no es un riesgo excepcional sino uno más añadido a la larga lista de peligros que las acechan a diario. Pienso por ejemplo en Bangassou y en la preciosa y sobrecogedora carta enviada por el obispo de esa ciudad de la República Centroafricana, el cordobés Juan José Aguirre, dando cuenta de la marcha de estas fiestas en su diócesis, azotada por las guerrillas. El pasado domingo el fuego de artillería volvió a resonar en Bangassou, asaltada por los rebeldes de la 3R y el FPRC, lo que produjo la huida de la mayoría de la población al vecino Congo y los consiguientes saqueos en la ciudad abandonada, según informa el Vaticano en sus medios digitales. Pero la carta de monseñor Aguirre, enviada a la Fundación que lleva su nombre, fue redactada antes de Nochebuena, cuando todo estaba en relativa calma, y en ella se congratulaba el prelado del regreso de Chantale, una joven de 22 años rescatada de la selva donde ha sido sometida a todo tipo de vejaciones durante diez años. Ni en las circunstancias más extremas faltan motivos de alegría si uno quiere encontrarlos. Feliz año 2021.