Conforme avanza la vida, especialmente a partir de los sesenta años de edad, el calendario va deparando despedidas y renuncias, sobre todo en actividades que requieren esfuerzos y fuerza físicos.

Primero renuncié a la raqueta de tenis, con la que tanto había disfrutado en el Aeroclub, en mi chalet y en el de Bartolomé Vargas, donde teníamos reñidas partidas los veranos terminada la jornada laboral matutina, es decir muy tarde, bajo un sol implacable (Martínez Bjorkman vino a vernos jugar un día y solo de vernos empezó a sangrar por la nariz).

Al terminar las partidas cuidábamos muy mucho de refrescarnos los tobillos, las muñecas y la nuca antes de sumergirnos en la piscina, que tenía un agua muy fría. Luego nos reponíamos con unos estupendos aperitivos que nos preparaba Pilar.

Después renuncié al golf, magnífico deporte con el que fácilmente se identifica el cazador. Tiene este deporte todos los artificios y todos los trucos de que es capaz el inglés ocioso.

Más recientemente renuncié a la caza, varios años más tarde de haber dado por concluida mi etapa de cazador de reclamo y de haber dejado vacías todas las jaulas.

Al final de mi vida cinegética tenía un armero muy bueno, con rifles de estupendas marcas, con los mejores visores, y todo puesto a punto. Y cartuchería muy seleccionada.

Pues bien, recientemente he decidido quedarme sin armas y las he repartido todas entre mis mejores amigos cazadores, con la esperanza infantil de que cuando tengan un gran acierto cinegético con ellas me dediquen un recuerdo cordial.

He donado ese maravilloso rifle Blaser, regalo de mi hija Cristina, con el que todas las temporadas conseguía corzos en Asturias y en León, y alguna vez en Francia o en Polonia.

He regalado ese Remington 300 con el que tengo abatidas decenas de reses y todas las cobradas en el safari de Sudáfrica, como ese estupendo Kudu que me acompaña en mi cuarto de estar.

He regalado ese Brno 9,3 x 62 con mucha fuerza de parada, ideal para un tiro de montería razonable.

Y he regalado otros rifles con menos biografía.

Y he regalado todas mis escopetas, en su día seleccionadas y buscadas con ahínco. Incluida la de perrillos de mi abuelo, que es un objeto de culto aun sin considerar la tradición familiar.

He aludido al kudu del cuarto de estar, pero no está solo. Lo acompañan un cochino récord de Sierra Morena en 1986, un antílope indio y un ciervo axis cobrados en Argentina, un muflón, un impala, un springbok -un disparo increíble a 300 metros comprobados con telémetro-, rebecos, un buen macho de Gredos, arruís, un íbex de los Alpes alemanes... Los trofeos naturalizados me miran desde las paredes y yo los miro a ellos, rememorando lances inolvidables que en cierto modo dieron contenido a mi vida.

Desde luego estos trofeos permanecerán conmigo hasta el final, porque aunque he dejado las armas, mi alma sigue siendo de cazador.

He sido el que he sido porque he bajado a hondonadas, he subido a cumbres, he aguantado calores, me he hundido en la nieve, he cruzado riachuelos e incluso ríos; he visto desde arriba albergues de montaña, con las nubes en la cabeza, a distancia de azor.

Todo esto ha sido posible por mi buena forma física y por mi gran amor a la naturaleza en general y a los animales en particular.

Ya sé que los animalistas de mascotas no entenderán esto, pero los animalistas de correa y bolsa de plástico no entienden ni esto ni casi nada.

Aunque alguno habrá que llegue más allá.

* Escritor, académico, jurista.