En la confesión empapada de miedo y nerviosa del adolescente siempre aparece una pregunta del cura: «¿Has cometido actos impuros?, ¿te has tocado?». Esas cosas. Lo que no sabemos, o solo conocen pocos, es si esa misma pregunta se la hacen ellos mismos en sus confesiones. Es de suponer que no hablan de estos pormenores enojosos pues, de lo contrario, hace siglos que muchos de ellos hubieran estallado de escándalo (aunque igual ha ocurrido y no nos hemos enterado).

El abuso de menores y la pederastia vienen ligados a la iglesia católica tanto como las capas pluviales con las que se adornan sus oficiantes, las misas y la hostia. La diferencia es que siempre se mantuvieron en la penumbra culpable de los pecados de la carne. De eso no se hablaba nunca. Tabú. Dios lo quería así, nada que decir, amén.

Pero hemos entrado en una época de cambios radicales, la tecnología nos lleva a otro lugar que aún no sabemos cómo se llama y el cambio climático envía rayos descocidos para la humanidad. La iglesia milenaria, pues, no se iba a quedar al margen. En un tiempo donde la intimidad no importa tanto y se teme mucho menos a dios, son miles lo que han visto la oportunidad de sacarse del alma tanto dolor acumulado tras años de infierno en internados y seminarios; de largas tardes de sacristía, monaguillo y procesión cuando la mano de saliva del abusador abrasaba con su lascivia impune.

Así que es una cadena de denuncias en forma de volcán la que viene lanzando el mundo católico en los últimos años. No existe un país del globo donde haya una escuela o una iglesia católicas en el que no haya saltado un aullido de repulsa y terror. Son decenas de miles las denuncias probadas y millares los clérigos y obispos señalados.

Aun así, la iglesia católica ha ido arrastrando los pies, callando, disimulando, disculpando. El volcán erupcionó en Estados Unidos, en Australia y hubo grandes fumarolas en casi todas las naciones católicas. Pero la Italia de Roma, la España de María Santísima, la católica Francia o la Irlanda de San Patricio, tan santa, aguantaron hasta que la denuncia en la nación verde más amarrada por el cinturón de sus curas, comenzó a romper sus cuadernas de ébano, y el escándalo irrita a Francia, en España comienzan a menudear las denuncias y se desborda Latinoamérica con el estallido de Chile (todos los obispos destituidos). Si, el Vaticano está rodeado de gritos de infantes como nunca antes oyó y no tiene más remedio que dar una respuesta.

En ello se empeñan este fin de semana casi dos centenares de jerarcas de la iglesia. Mucho han de exponer para que la opinión pública escandalizada comience a creer en su palabra de nuevo. Lo más probable es que el cónclave que trata tanta repugnancia no concluya sino en una quemadura grave más que se inflige al papa Francisco. Se expone con determinación y parece que se cree sus palabras, pero nadie observa que le acompañen muchos en la curia y otros centros de poder eclesial. Están como anonadados, superados por los sucesos.

Y todo ocurre de esta manera cuando los abusos sobre niños, niñas y mujeres no han aparecido en toda su dimensión y crudeza. El silencio es clamoroso. La iglesia disimula afirmando que no, que en esta orilla de su mar de fe y oración no se dieron tantos casos extremos. Se vuelven a equivocar.

La mujer fue -y continúa siendo- la que sirve al varón, una auxiliar sin capacidad de dirección. Los velos negros moviéndose por los pasillos nocturnos de los internados católicos de chicas que remueven cerraduras en silencio no son imaginaciones, ni cuentos propios del mejor H.P. Lovecraft.

* Periodista