Mi nombre es Loli y mi hija lleva cinco años estudiando veterinaria en Córdoba. Como habrán supuesto, este año se gradúa. Han sido unos años de mucho esfuerzo y dedicación por su parte. Y unos años muy duros para su familia para poder mantenerla ahí estudiando.

Ha habido de todo en estos cursos, me he sentido dolida, engañada, defraudada y muy cabreada, en muchas ocasiones, por la falta de rigor, y sobre todo de sentido común, que han demostrado muchos de los profesores/as que ha tenido durante estos cinco cursos. Pero mi queja no es por ese motivo, porque he comprendido que nada de lo que se diga va a servir para nada. Unos mandan y otros obedecen, no hay más. Mi queja, y la de otros muchos padres, es referente al acto de graduación.

La organización brilla por su ausencia. Muchos de nosotros venimos desde otras provincias. Al margen del viaje, con el consiguiente gasto para las familias, nos encontramos con la desagradable tesitura de tener que ir a la iglesia de Rabanales con dos horas de antelación. Porque según nos informan nuestros hijos e hijas, el primero que llega se sienta.

Es decir, que tendremos que irnos a la Iglesia a las cuatro de la tarde, con todo el calor, si queremos coger sitio a esperar que comience el acto. En vez de estar con mi hija ayudándola a arreglarse y compartiendo ese momento con ella. Además habrá que pagarle un taxi porque les recuerdo que no funcionan los trenes de cercanías.

Eso sí, aparecerán por allí profesores/as que ni les conocen y nos dirán que ha sido un orgullo enseñarles.

Pues con todo el respeto, si cuando llegue no encuentro un sitio para sentarme, subiré al estrado dónde están ustedes y me sentaré en alguna de sus sillas, espero que no les importe. Y si les importa, todavía están a tiempo de organizar que haya, al menos, dos plazas guardadas por familia.

Sé que esto les importa un pito. A mí, no.