Desde hace unos años los presupuestos destinados a erigir monumentos públicos parece que han adelgazado bastante, a juzgar por el modelo que se ha ido imponiendo últimamente, consistente en un tosco bloque de granito (paralelepípedo diría un fino) en cuya cara frontal se coloca una placa con el texto de la dedicación. Es como un quiero y no puedo. Una forma algo precipitada de abaratar este tipo de homenajes, impuesta sin duda por la maldita crisis y los consiguientes recortes.

Creo que el primer bloque de granito fue el que se instaló en mayo de 2012 en los Llanos del Pretorio, al pie de la bandera española que ondea en medio de la explanada, erigido «en homenaje y en recuerdo a todas las víctimas del terrorismo, siempre presentes en la memoria y en el corazón de Córdoba», como reza el texto de la placa. Y enseguida uno recuerda aquel 20 de mayo del 96, cuando sanguinarios asesinos etarras destrozaron el cuerpo y la vida del joven sargento granadino Miguel Ángel Ayllón en la avenida de Carlos III, un día negro. El segundo monolito de la serie fue dedicado en diciembre del mismo 2012 al artista Pepe Espaliú en el parque de Miraflores, erigido por la asociación Convihda en colaboración con el Ayuntamiento; otro rústico bloque granítico con una placa en la que se inscribe esta confesión del propio artista: «El sida me ha enseñado casi todo lo que sé sobre la rabia, miedo, verdad y amor». Todo un testamento. Finalmente, el pasado 18 de diciembre -aniversario del asesinato de las policías municipales María Ángeles García y Marisol Muñoz, dos heroínas, por unos criminales atracadores en vísperas de la Navidad de 1996- el Ayuntamiento inauguró en el Pretorio un nuevo bloque rocoso con esta dedicatoria: «El pueblo de Córdoba en homenaje a la Policía Local y a quienes dejaron su vida en el servicio (1844-2018)». (Aquel 1844 se creó la policía municipal con la aprobación de su ordenanza constituyente, un cuerpo que cumple ahora 175 años).

Sin entrar, por favor, en las merecidas dedicatorias de estos tres monolitos, que enaltecen a colectivos y ciudadanos ejemplares, creo que se han perdido otras tantas ocasiones de ofrecer a los artistas escultores la oportunidad de encargarles, mediante concurso o a dedo «¿por qué no, en el caso de los ya acreditados?», esculturas que dignifiquen los homenajes. Córdoba es un verdadero museo de escultura al aire libre en el que figuran obras maestras como los monumentos al Gran Capitán, de Mateo Inurria (1923); el Duque de Rivas, de Mariano Benlliure (1929), Julio Romero de Torres, de Juan Cristóbal González (1940) o el grupo de Nerón y Séneca, de Eduardo Barrón (1904, aunque fundido en bronce e instalado en 2007 en el Pretorio, donde pasa desapercibido, una lástima). Por no hablar de la etapa Ruiz Olmos, que en los años sesenta sembró el casco antiguo de cordobeses universales como Ibn Hazam (1963), Maimónides (1964), Séneca (1965) y Góngora (1967), una fértil serie a la que habría que añadir el Averroes de Pablo Yusti (1967). Sin olvidar la estatua de Eduardo Lucena, de Enrique Moreno (1926, instalada en 1981) ni el busto de Manolete, de Juan de Ávalos (1948). La contemporaneidad está presente con Salam, sublime trazo en acero inoxidable del Equipo 57 en Miraflores (2003); Vientos de cambio en la glorieta de Valdeolleros, de José Manuel Serrano (2003); el homenaje a la mujer maltratada en Fidiana, regalada por Aurelio Teno (2006), o la cálida y cercana serie figurativa que va alzando José Manuel Belmonte, a la que pertenece La regadora (2014), la escultura más fotografiada de Córdoba, como también lo es la Lectora de este periódico, de Marco Augusto Dueñas (2016), sentada al inicio del Gran Capitán.

Etcétera. Podría seguir enumerando otras esculturas públicas, pero un artículo no da para más. Basten esos ejemplos para responder afirmativamente a la pregunta del título. Claro que tenemos buenos escultores que sigan enriqueciendo ese museo al aire libre que disfrutamos en Córdoba, con obras que nos recuerdan a cada paso la estela de personajes o episodios memorables en los que mirarnos. Las dificultades de las arcas públicas no deberían ser un pretexto para sustituir las buenas esculturas por meros bloques de piedra, pues siempre se puede recurrir al uno por ciento cultural de las obras públicas o al mecenazgo de empresas, como la cervecera Alhambra, que costeó la regadora, y perdón por señalar.

* Periodista