La globalidad a veces se traduce en una falta de imaginación. Los fines de semana ya casi te aburren los grupos de muchachos o muchachas que se visten de lo más raro para celebrar una despedida de solteros. Que está bien, pero que ya no animan al pueblo de los novios, que lo abandonan, sino a los hoteles, bares y restaurantes de las capitales donde se concentran. Está pasando estos días con la ola de calor. Periódicos, telediarios y emisoras de radio no dejan de machacar con la «información» -que ya es como una perogrullada- del calor y de los medios que hay que poner para evitarlo, como si desde que llegara Internet -si exceptuamos al trágico suceso de Castro del Río- nos hubiésemos olvidado del agua y la sombra. El calor ha existido desde que éramos chicos y aunque no supiésemos de olas apabullantes cuando salíamos de la escuela veíamos a los campesinos con el sombrero de paja puesto, una tela tapándoles el cuello y agachados con su hoz segando los trigos de la temporada procurando sudar poco en aquellos calores, que eran como puro fuego. Y nuestras familias no nos asustaban tanto por el calor que hacía. Eso sí, por las siestas, cuando la temperatura se subía tan alta como la torre del pueblo, nos prohibían salir a la calle y nos obligaban a vivir en sombra. Y tanto a media mañana como por la tarde el baño en las albercas de las huertas era el fresco premio a días de infierno. Sobre todo si había melocotoneros cargados y chicas en bañador que nos interesasen. Sabíamos que todos los años, cuando nos diesen vacaciones de verano, íbamos a sudar cuando jugásemos a la pitila, a la «piola» -pídola- o a calle contra calle. Y que en invierno nos iban a salir sabañones al ir por la mañana a la escuela y luego al jugar al pinchote. Pero eran conceptos claros, aprendidos, como que por la mañana había luz y por la noche oscuridad. Ahora en las televisiones se han creído que dar información sobre las olas de calor es un buen modo de rellenar espacios para que la ciudadanía aprenda y se comporte de modo adecuado. Y ves a la señora con su abanico, al jubilado bebiendo agua de un botijo y a una joven pareja con los pies metidos en un pilón de agua. Su forma de combatir la ola de calor en esta globalidad. Que a veces aburre por su falta de imaginación.