Gregarismo: dícese de la tendencia de algunos animales a agruparse, hasta el punto de seguir ciegamente a otros. Absurdo: contrario y opuesto a la razón; extravagante, chocante, irracional, arbitrario o disparatado. Son las definiciones, apenas adaptadas por mi parte, que el diccionario online de la RAE nos ofrece de ambos términos. Y ustedes se preguntarán, ¿a qué viene este inusual, y posiblemente innecesario, ejercicio de semántica? Pues la razón es bien sencilla: fueron las dos palabras principales --entre otras algo más duras-- que acudieron a mi cabeza el pasado ocho de diciembre cuando dieciséis personas murieron, y otras tantas resultaron heridas de diversa consideración, como consecuencia de la erupción del volcán Whakaari, en la isla neozelandesa de White. De los casi cincuenta turistas de al menos media docena de nacionalidades que entraron en la isla apenas volvieron treinta, y varios de ellos en estado crítico. ¿Qué hacía esta gente en semejante lugar? ¿Qué tipo de emociones buscaban en el cráter de un volcán activo? ¿Qué nivel de responsabilidad deberían asumir las agencias que les condujeron allí? ¿Cuál las administraciones públicas que lo permitieron o no controlaron? Tan larga sucesión de sinsentidos terminó compartiendo portada en los telediarios junto a noticias de enorme trascendencia como la de quien pagó ciento veinte mil dólares por un plátano pegado a la pared, más de dos millones por el reloj de Marlon Brando, o muchos miles por el cuadro de un chimpancé, y otras luctuosas, como la surrealista sucesión cotidiana de muertes, habitualmente de jóvenes, por hacerse selfies en los lugares y situaciones más arriesgadas, capaz por sí misma de sembrar serias dudas sobre la condición humana y su nivel de raciocinio; incluso, si me apuran, su instinto de supervivencia, tan desarrollado en otros momentos de la historia. Es cierto, ya Plinio el Viejo murió junto al Vesubio tras su erupción del año 79, pero a él le llevó allí la estricta curiosidad científica, no el vacío existencial o el esnobismo. Lo más valioso que poseemos es la vida. ¿A qué, pues, arriesgarla estérilmente?

Coincidió lo ocurrido en Nueva Zelanda con el desarrollo del Puente de la Constitución, que además de un buen reguero de muertos en las carreteras --estremece la frecuencia con que los provocan kamikazes drogados--, nos dejó imágenes de ciudades colapsadas y colas de varias horas para comprar lotería, entrar en museos, ver belenes, o hacerse con un codiciado y jugoso bocadillo de calamares. Obviamente no tengo nada contra el turismo ni la fiesta; tampoco con lo que cada uno decida hacer con su no siempre abundante tiempo libre (¡solo faltaría...!), y mucho menos con que el personal invada las calles, que para eso son suyas. Lo que me inquieta es la tendencia, potenciada explícitamente desde las instituciones públicas, empeñadas en hacer del turismo el único motor de nuestras economías a pesar de sus muchos riesgos; el sentir que estamos perdiendo la esencia de las cosas en beneficio de la masificación y el aborregamiento. Recuerden, por ejemplo, las imágenes del encendido navideño en Málaga: en lugar de las luces, lo que atraía la mirada como un imán eran las decenas de miles de móviles intentando atrapar la efeméride en lugar de vivirla, de sentirla, de compartirla con las personas que cada uno tenía al lado. Este afán por grabar las cosas y transmitirlas en lugar de recrearse codiciosamente en lo fugaz e irrepetible del momento, capaz en su unicidad de dejar una marca indeleble en nuestra alma, nuestros sentidos o nuestro imaginario particular, es algo que, a mi modesto entender, empieza a ser alarmante. Por Dios, ¡si muchos jóvenes no salen de casa por quedarse a chatear con los mismos amigos con los que podrían estar compartiendo vida, feromonas y experiencias! Ya desde la antigüedad, y muy particularmente en ámbito mediterráneo, el ser humano hizo de la calle su lugar de ocio, negocio y expansión, también de relaciones; pero de ahí a moverse casi en manifestación, igual que hormigas un poco desquiciadas que temen volver al hormiguero, como si la vida de verdad, y con ella la felicidad, solo existieran de puertas afuera, va un mundo. Son tiempos de inmediatez, sensualidad sublimada, capacidad adquisitiva y consumismo salvaje que contrastan grandemente con las pesimistas cifras oficiales, pero, por favor, no perdamos la capacidad de extasiarnos a solas --o, mejor, de la mano de alguien--, ante un amanecer siempre inédito, una puesta de sol explosionada de malvas, el perfume sutil de una flor, los doblones de luz entre las frondas, o el reflejo dorado y sereno de otros ojos en los nuestros; de saborear cada cosa como requiere el principio básico de todo deleite: despaciosamente. Muy felices Fiestas, y mis mejores augurios para un 2020 que se presenta, cuando menos, calentito.

* Catedrático de Arqueología UCO