Con la llegada del cuarto mes del año juliano y gregoriano, segundo hasta que el rey Numa Pompilio, en el 700 a. C., añadiera los de enero y febrero, los españoles en general y los andaluces en particular nos preparamos para vivir unas intensas jornadas en las que si en ellas abrilea, lucirá la primavera. Sabemos, según se afirma en el refrán popular, que «cuando marzo sale y entra abril, el tiempo lo parte entre llorar y reír». Igualmente, conocemos que con la primera luna llena, tras el equinoccio de la nueva estación, nos llega la Semana Mayor que, como cualquier otro acontecimiento de religión popular, es sumamente enrevesada. Desde sus comienzos se vivirá con fulgor para el alma, si bien quedará para otros hablar de su más variado y rico colorido. No todo en ella será incienso, redobles de tambor, bandas de música, bambalinas y palios o bordados artesanos. Y no lo digo solo por el poder y la grandeza que pudiera tener desde una perspectiva religiosa, por tratarse de la conmemoración del Triduo Pascual, el de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret, sino más bien por ser desde un punto de vista cultural una celebración de carácter pluridimensional, que no podemos comprender sino estudiándola desde una perspectiva global, es decir, como un todo que no puede ser entendido separando sus partes o considerando tan solo alguna de ellas con independencia de las otras.

Nuestra Semana Santa, por más que algunos se empeñen en reducirla a su más pura y genuina significación teológica y litúrgica, conlleva también otros significados latentes, incluso más personales y, entre ellos, su propio alcance artístico, económico, psicológico, sociológico o bien antropológico que, de forma contradictoria entre sí pero de manera real y combinada, componen ese mosaico tan enmarañado que la estructura y le da forma, el mismo que se nos presenta con un formato único para su goce, sin saberse, por otra parte, a ciencia cierta dónde comienza y acaba cada una de las referidas dimensiones. Hoy, como antaño, no sería posible hablar de la Semana Santa sin tener en cuenta el tan complejo mundo al que se circunscribe, el de las hermandades y cofradías, si bien podríamos afirmar que tampoco es solo eso lo que percibimos de ella. Ninguno de los aspectos anteriores, ni otros más que se le pueden añadir, en modo alguno son explicativos de un fenómeno tan holístico como es la Semana Mayor, por tratarse solo de visiones parciales de una realidad más compleja de lo que desde cualquiera de las referidas perspectivas excluyentes pudiera parecer, ya que para no pocos creyentes se trata de un universo rico y simbólico, que puede gustar incluso a quienes no se identifican con la fe en Jesús.

Cuando por las paredes del blanco caserío andaluz la madreselva ya despierta, las imágenes titulares de nuestros pueblos y ciudades se convierten en objeto de devoción popular y, cómo no, también en signo central de nuestra Semana Santa. En ellas se ritualiza de manera más que notable la dialéctica entre la vida y la muerte, en una celebración enormemente popular que se canaliza a través de las hermandades y cofradías, en otro tiempo tan comunes en la Europa cristiana y hoy, sin embargo, reducidas prácticamente a algunas de nuestras tierras de habla hispana; a través de los diversos grupos escultóricos que, sobre los pasos, las hacen desfilar por nuestras calles para el deleite de propios y extraños, cuanto menos en ella observamos una celebración tan singular como compleja, al hacer humano lo divino por medio de una representación genuina, que sin duda alguna la convierte en la fiesta más característica e importante del año, en la que el pueblo español en general y el andaluz en particular, como experiencia colectiva, se proyecta con sus desconsuelos y cantes. Triunfa así el milagro de la vida sobre la muerte por medio de esta festividad tan barroca y fecunda, en la que en ningún momento deja de darse un derroche inusitado de luz e imaginación, de sensaciones y vivencias plurales, por otra parte, tan arraigadas en esta llamada tierra de María Santísima, en la que el ritual casi siempre responde a unas necesidades antropológicas. Si no fuese así, a buen seguro que tan singular conmemoración de siglos habría ya desaparecido, cosa que no ha ocurrido al mantenerse intacta su vitalidad, su variedad como fiesta y una extraordinaria personalidad funcional, así como la integración como plegaria vital que, desde el domingo de Ramos hasta el de Resurrección, los individuos tienen en aquella para el progreso del espíritu, con una consonancia armonizada de esencia y estructura. Y todo acaece en primavera, cuando nuestras poblaciones ya huelen a azahar e incienso y las golondrinas vuelven a nuestras vidas.

* Catedrático