El abrazo del oso de Santiago Abascal a Pablo Motos al final funcionó. Se notó la intentona en la primera imagen, justo al comenzar El Hormiguero: Abascal extendió sus brazos de Hércules español, como Taurus de El Jabato, con una sonrisa encantada de tocar su lugar en plató, de estabilizar su representación en el programa líder de la hora, y Motos esquivó forzosamente unas zarpas presuntamente amigas que aludían a la familiaridad que no llegó. Pablo Motos estuvo equilibrado en el intento de mostrar un retrato que se correspondiera con el modelo, y para eso nada mejor que dejarlo hablar. En la política se puede patinar en un sentido u otro, pero después la vida, con su filo cortante, te abre en dos el pecho con tu propio recuerdo. La inicial vibración conciliatoria se fue apagando a medida que entraban en materia biográfica y se extinguió del todo al tocar la eutanasia. Pablo Motos habló de su experiencia ante la muerte su padre, al que habría querido poder acortar sus últimas semanas de agonía. Abascal respondió que el Estado no tiene potestad para quitar una vida, pero el enfoque era otro: si un individuo puede erigirse en garante de su derecho a vivir o a morir. Hubo otra cuestión más afilada: cuando al citar el fin de las comunidades autónomas que programa Vox, con sus duplicidades y el aplastamiento presupuestario de la democracia, Motos le recordó su puesto de director en una fundación madrileña en la que cobró 83.401 euros por no hacer nada durante seis meses. Abascal respondió que hombre, se acababa de divorciar, estaba en Madrid y tenía que empezar de cero: todo muy duro. El resto, lo esperado: no le caen mal los inmigrantes, aunque intuye que son los que más delinquen; Ceuta y Melilla con muros más altos y adopción de niños prioritaria para parejas de hombres y mujeres. Y de Franco no tiene opinión. El abrazo final también pareció incómodo. Tras este mitin definitivo de Abascal, la anormalidad habría sido boicotear el programa.

* Escritor