Hace cuatro meses, Manuel Marchena pronunció por última vez su “abandonen la sala y dejó visto para sentencia el futuro de los 12 encausados y, en cierta medida, de la política catalana y española, que ha vivido pendiente del fallo más esperado de la democracia de este país. La decisión judicial ha impuesto penas duras, de 9 a 13 años de cárcel, que no satisfarán a nadie y que son de difícil digestión.

Serán imprescindibles grandes dosis de valentía para imponer serenidad entre quienes quieren subir un peldaño en la estrategia de la confrontación

Asistimos a un punto y aparte, aunque hay quienes consideran que las condenas son el punto y final del conflicto. El Supremo ve probado que hubo sedición y malversación, lo que dará para debates jurídicos. En todo caso supone un varapalo para la Fiscalía, que defendió la rebelión. Baste recordar la contumacia con la que el fiscal Zaragoza se refería al “procesado rebelde”.

El fallo se ha redactado con un fuerte ruido de fondo. Por un lado, el murmullo constante de los que han hecho del término 'golpista' el mantra de cabecera de sus partidos y que ahora deberían desterrar. Por otro, las voces de quienes no aprecian delito alguno y aseguran que cuanto rodeó a la celebración del 1-0 quedaba al amparo de un mandato democrático, sin ni siquiera considerar la vulneración del marco legal el 6 y 7 de septiembre.

La sentencia se ha acordado por unanimidad. Se pretende reforzar la idea de un juicio con garantías con la mirada puesta en los recursos que se presentarán ante el Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo y ante la reactivación de las euroórdenes de detención, empezando por la de Carles Puigdemont.

La respuesta a la decisión judicial ya ha llevado a miles de personas a la calle, donde se encuentra el epicentro emocional del momento. La severidad de las condenas, y el coste personal que traen aparejadas, será el motor de muchas movilizaciones. Sin embargo, no pueden ser permanentes ni deberían colapsar la actividad económica. Los miembros del Govern son conscientes de que sus movimientos serán monitorizados y el pleno del Parlament previsto para dar otra respuesta estará bajo lupa. La disconformidad con el fallo y la denuncia de cualquier injusticia que se aprecie pueden expresarse con rotundidad, como ha hecho Quim Torra, que reclama la amnistía de los condenados, pero sin medidas que pongan de nuevo en peligro el autogobierno.

Una vez más se pone de relieve el fracaso político, especialmente desde 2017, fecha en la que Cataluña parece anclada. No existen en este momento las condiciones para hallar una solución al conflicto, solo la posibilidad de no empeorarlo ahora para generarlas más adelante. Nada sumarán las fórmulas de vencedores y vencidos ni las largas estancias en prisión. De momento, las primeras reacciones dan poco margen para el optimismo: unos exigen que el indulto ni se contemple mientras otros hablan de reincidencia.

Se abre con esta sentencia una fase nueva e incierta en la crisis territorial que requerirá de altura de miras. Serán imprescindibles grandes dosis de valentía para imponer serenidad entre quienes desde las propias filas reclamen subir un peldaño en la estrategia de la confrontación. Las legítimas aspiraciones soberanistas, si son mayoritarias, deben ser compatibles con un Govern que gobierne. La campaña, además, lo acentuará todo. No habrá espacio para el diálogo hasta pasado el 10-N y hasta que Cataluña acuda de nuevo a las urnas. Puede que llegados a ese punto, sea la hora de la política.

* Directora de 'El Periódico de Catalunya'