Cuando salen del vagón en el que han pasado la noche, en una vía muerta de la estación de Cerbère, el mármol frío del cielo les abrasa la vista. No encuentran nada para desayunar y la noche anterior tampoco cenaron, pero con la ayuda del filólogo Tomás Navarro y el escritor Corpus Barga, Antonio Machado, su madre, Ana Ruiz, su hermano, el pintor José Machado, su mujer, Matea, y el propio Barga, montan en otro tren y logran llegar a Collioure a las cinco y media de la tarde del 28 de enero de hace exactamente 80 años. Cuando dan los primeros pasos por el pueblo, aturdidos por el hambre y el agotamiento, los lugareños que los descubren, arrastrándose por la carretera como sombras sonámbulas, tienen la impresión de estar asistiendo a un desfile de ánimas. Antonio Machado se esfuerza por avanzar, aunque está al borde del derrumbe y querría encontrar la paz en la caída, porque su pesado cuerpo se ha quedado sin fuelle, mientras la tos le incendia los pulmones, deshilachados de asfixia, y ni siquiera puede generar la inercia natural del movimiento bajo su gabán raído. Su madre, Ana Ruiz, está a punto de desfallecer cuando los brazos de Corpus Barga, que también la cargó al cruzar la frontera, la elevan y se la pegan al pecho como una novia ingrávida a punto de desaparecer, porque ya apenas pesa. José Machado ayuda a su mujer, Matea, a caminar por la calle con luminosas contraventanas que se van abriendo progresivamente, como si los moradores de esas casas bajas y silenciosas, blanquísimas de luz, no se atrevieran aún a interrumpir la representación. Desembocan en una plaza con una tienda de corte y confección de ropa masculina, aunque en un primer momento Antonio solo se fija en el resplandor metálico de unas bolas que brillan entre unos árboles, con el último resplandor de la tarde reflejado en sus esferas, por momentos volantes, pero tan pesadas como él mismo al golpear en la tierra. Unos viejos están jugando a la petanca y aún siguen jugando a la petanca en esa misma plaza 80 años después, y Antonio Machado se pregunta si él mismo también podría mirarse en el espejo de esas bolas y encontrarse tan viejo como se siente, a sus sesenta y tres años, exactamente igual de viejo que esos hombres que dudan si seguir o si acercarse a la comitiva que entra en la tienda de Juliette Figueres, como siluetas líquidas que apenas se reflejan en el cristal amplio del escaparate que muestra fantasmales camisas borrosas.

El único que habla francés es Antonio Machado. Se dirige a la mujer, que los mira asombrada desde el mostrador, todavía con un metro de madera finísimo en las manos, como si se trataran de una aparición, y le dice que acaban de llegar de España, que no tienen nada con qué pagarle y que le agradecería mucho que les diera un poco de agua, sobre todo a su madre, y la señala con una mano abierta, que es mayor y está muy enferma. Se escucha decir a sí mismo esa observación, que es mayor, su madre, y se pregunta cómo la estará viendo a él esa mujer joven, casi escurrido dentro de su abrigo, como un espectro que de pronto hubiera recobrado la capacidad del habla. Juliette les da café y les permite descansar. Al día siguiente, cuando regresen José Machado y su mujer, les ofrece camisas y una muda, pero José se niega con una mezcla de irresponsabilidad y decoro, porque no tienen nada. En el Hotel Bougnol Quintana los dos hermanos no bajan nunca juntos ni a desayunar, ni a comer, ni a cenar; cuando la patrona pregunta a Antonio o a José, uno de ellos contesta: Solo tenemos una camisa con la que bajar al comedor y nos la turnamos.

Jacques Baills, el ferroviario que se ocupa de ellos al llegar a la estación, descubre la identidad de Antonio Machado al revisar el libro de registros del hotel: se trata del autor de los mismos poemas que él había leído al estudiar español. ¿Es usted el poeta?, le pregunta. Antonio le responde: Sí, soy yo. Con José da un largo paseo por la playa, por esos días azules de la infancia que aparecen de pronto sobre el mar, y tras un rato de silencio que su hermano no se atreve a interrumpir, mirando las casitas de los pescadores, le susurra: «Quién pudiera vivir ahí tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación». Después de ese paseo ya no vuelve a salir del hotel. El 22 de febrero de hace 80 años, a las tres y media de la tarde, muere Antonio Machado, dos días antes que su madre. En el último instante, antes de expirar, Ana Ruiz pregunta por su hijo Antonio y se echa a llorar al ver su cama vacía.

* Escritor