Enero en nuestra tierra: sobre algunos almendros despunta ya la flor, alborea la tímida luz que da su trino a los jilgueros, olivos centenarios prodigan su fruto por los campos. Imagino con ilusión en este escenario el nuevo decenio que ahora se abre, al tiempo que repaso las posibilidades que brotaron para Andalucía a raíz de aquél mítico mes de febrero de 1980. Con el paso de los años no puedo dejar de observar, sin embargo, con pena y con nostalgia, lo que a la postre no ha sido sino un sueño inacabado, o incluso, en ocasiones, una verdadera pesadilla. Durante estos ocho lustros hemos sido testigos en el seno de nuestras propias instituciones de la presencia de engaños del más diverso pelaje, de medias verdades por parte de unos y de otros, de medidas populistas dirigidas a un pueblo que, desde luego, no se las merecía, y que siempre luchó con determinación por su propia identidad desde la ya casi olvidada fase preautonómica, de cuya Junta fue elegido primer presidente el tan llorado jurista Plácido Fenández Viagas, senador del PSOE por la provincia de Sevilla y padre de mi compañero en el Instituto Español de Ciencias Histórico Jurídicas, institución a la que pertenecemos como consejeros numerarios y a quien vuelvo a felicitar por el progenitor que tuvo.

El 28-F Andalucía mostró alto y claro su dignidad ante el resto del país, así como ante el mundo entero, al dar su apoyo más rotundo al proceso autonómico a través de la «vía rápida» dispuesta por el artículo 151 de nuestra Carta Magna. Con ello se opuso a los ya entonces invocados regionalismos asimétricos que muchos desean desempolvar hoy, así como a la vía abierta por el artículo 143; vía esta respaldada por el propio Gobierno de España, por entonces de la extinta UCD, del que por cierto dimitió por dignidad quien fuera catedrático de la hispalense, don Manuel Clavero Arévalo, precisamente por no estar de acuerdo con el trato discriminatorio que intentó infligirse a nuestro pueblo. Todavía recuerdo lo acaecido por aquellos días: la fuerte propaganda en contra orquestada por la derecha, así como los obstáculos que hubieron de salvarse para llevar a buen puerto lo propuesto por un pueblo lleno aún de ilusión y permeado por un sentimiento natural de izquierdas, dispuesto a poner a Andalucía al mismo nivel que el resto de las nacionalidades históricas de nuestra geografía peninsular. Había que dejar de estar de rodillas para ponerse en pie como pueblo, tal y como afirmara en alguno de sus discursos el presidente Rafael Escuredo.

El próximo día 28 recordaremos, una vez más, la celebración de aquella jornada en la que con orgullo ratificamos en referéndum la propuesta de constituirnos en comunidad autónoma dotada de plenas competencias y con un gobierno propio. Fue tal la voluntad manifestada por quienes vivimos aquellos años como andaluces comprometidos e ilusionados por el porvenir de nuestra tierra que a las Cortes Generales no les quedó más remedio que modificar la propia Ley del Referéndum, permitiendo así que la provincia almeriense, en la que no se había logrado la mayoría suficiente, se incorporara al proceso autonómico. Después, en 1981, llegaría por fin la aprobación del Estatuto, concebido, junto a la Constitución, como parte integrante de ese bloque constitucional con el que desde entonces se organiza nuestra vida en común. El resto ya es historia, la cual convendría analizar desde la perspectiva que otorga el paso del tiempo, y sobre la que los diferentes partidos políticos deberían reflexionar con todo el desapasionamiento del que sean capaces. Ello al objeto de no cometer errores de bulto, y más aún en la encrucijada en la que ahora nos encontramos, plagada de riesgos y que bien caro podría costar al futuro de Andalucía.

No me parece mal que cada uno desee identificarse con sus propios hechos diferenciales. A este respecto, quisiera recordar que los andaluces ya nos definimos en nuestro Estatuto, concretamente en su artículo 1, como «nacionalidad histórica» que se constituye como comunidad autónoma en el ejercicio del derecho de autogobierno, el cual reconoce la Constitución. Sin embargo, la existencia de tales hechos diferenciales en modo alguno debería ser entendida como un privilegio sobre ninguna otra de las denominaciones posibles, ya que conforme al artículo 14 de nuestra Carta Magna los españoles somos todos iguales ante la ley. De ahí se desprende que la idea evocada por términos como «nacionalidad», «nación» o aquella otra por la que cada uno tenga a bien llamarse en su propia casa, no debería ser jamás vinculada al concepto de Estado-nación, la plasmación del cual tantos problemas ha causado en el pasado al Viejo Continente, sino a algo enraizado en el sentimiento colectivo; lo que, desde mi punto de vista, resulta algo perfectamente natural y legítimo.

* Catedrático