Estamos 40 años después de las primeras elecciones democráticas. 40 años más viejos, los parlamentarios que van quedando de aquella efemérides, se han encontrado en el Congreso de los Diputados para conmemorar la fecha que marca «la devolución de España a los españoles» (Julián Marías) y el anhelo de que se apagara el mito de las dos Españas que tantos réditos ha proporcionado a los reaccionarios españoles desde 1812.

40 años es, también, el tiempo que duró una dictadura de no te menees que, en muchos aspectos, entre nubes de incienso y bolas de alcanfor, nos había regresado a tiempos muy pretéritos. Por eso, cuando De Gaulle visitó España en el mustio franquismo y conoció en persona a Franco, dijo que se llevaba la impresión de haber saludado a un patriota del siglo XV. Esa era la cera que ardía.

Lo que, a primera vista hemos podido apreciar en la reunión de los «padres de la patria», elegidos en el 77, es que estamos reconvertidos en, a lo sumo, «abuelos de la patria». En el reencuentro, las primeras palabras de los protagonistas eran de una amabilidad trufada con mentiras piadosas: «Pero qué bien te veo, estás lo mismo que entonces». --«No te creas, las apariencias engañan»--; o, «Parece que por ti no han pasado los años». --«Nada de eso, han pasado como un rodillo»--; o, los más lisonjeros, «Estás tan pimpante como si le hubieras vendido el alma al diablo». --«La verdad es que lo he intentado pero no ha sido posible»--. Al momento, sin fijarse mucho, se apreciaban las exageraciones de la bienvenida: los había con bastón necesario; con amplificador tras la oreja, con las manos y el rostro tachonados por las pecas de los vejestorios.

Bueno, a lo que íbamos. El acto central, presidido por los Reyes, resultó distinguido, conciso, casi académico, con una cierta elegancia reverente en los medidos discursos que, en muchos pasajes, fueron ovacionados. Previamente, Felipe VI nos entregó una insignia conmemorativa. Ya van tres. Las otras fueron: una en el 82 y la siguiente, del mérito constitucional, en el 89, en el Palacio de Oriente.

Después de recorrer la exposición fotográfica que perenniza aquellas elecciones que atrajeron a las urnas --«¡Habla pueblo, habla!»-- un ochenta y tantos por ciento de votantes ilusionados, la encontramos pobre, desangelada, una obra mal hecha, fruto, tal vez, de la improvisación. En esta ceremonia se suprimió la clásica liturgia de los canapés y los parlamentarios constituyentes deambulamos a palo seco --como corresponde a una época de bancarios rescates multimillonarios--, por los pasillos del Congreso viejo y las galerías del anexo nuevo, por el salón de pasos perdidos o formamos corrillos para reavivar recíprocamente los recuerdos. Estuvimos con antiguos compañeros de los cuatro puntos cardinales y nos alegró coincidir en la apreciación de que el PP, aunque de vez en cuando presuma de centrismo, se parece más a la AP de Fraga que a la UCD de Suárez. También estuvimos de acuerdo, con un agudo amigo mallorquín, en que bastantes catalanes de lo que quieren independizarse es del majismo castizo y farruco de un Madrid que, mientras come bocatas de calamares, se cree el ombligo de España. Hubo unanimidad en reconocer el acierto de la Presidenta al nombrar en su discurso, entre los artífices de la Transición, al honorable Tarradellas que era --aunque algunos lo quieran olvidar-- sucesor de Company y miembro destacado de Ezquerra. Igualmente, fue muy amplio el consenso al reconocer que la democracia genuina está sufriendo un retroceso en sus modos, en su talante y en su aliento.

Entrada la tarde, nos despedimos con el convencimiento de que será muy difícil estar, dentro de diez años, en las bodas, o jubileo, de oro de nuestra democracia irreversible, aunque actualmente, a los 40 años de su implantación, esté algo deteriorada por los recortes sociales y las corrupciones excesivas.

* Escritor y diputado constituyente (UCD)