A finales de octubre de 1919, cuando cara a las inminentes elecciones generales de 11 de noviembre se emborronan los presentes renglones, ha una centuria que regía los destinos de nuestro asendereado país Joaquín Sánchez de Toca Calvo, político procedente del canovismo más acendrado y titular de tres carteras ministeriales antes de llegar a la Presidencia del Consejo de Ministros, el 20 de julio del mismo año. En la dirección de tal difícil cometido otras dos grandes figuras de la política nacional, el conde de Romanones y Antonio Maura Montaner, lo habían precedido en el mismo año de 1919. Con este, en el penúltimo gabinete por él rectorado -15 de abril/20 de julio-, se había iniciado una etapa de corte conservador, mantenido en la dirigencia de España hasta la gran crisis de 13 de septiembre de 1923, fecha, como es harto sabido, de la instauración de la primera dictadura militar del novecientos hispano. Y una vez trascurrido el periodo del mandato del muy culto y culterano escritor Joaquín Sánchez de Toca, a comedios de diciembre de 1919, se hizo cargo de las máximas responsabilidades gobernantes de la nación el bilbaíno Manuel Allende Salazar Muñoz de Salazar, ejerciéndolas hasta el 5 de mayo de 1920; data en la cual el líder conservador Eduardo Dato se decidió por fin a retornar a la cúspide del poder ejecutivo, en la que, conforme se recordará, fue asesinado en marzo de 1921 por unos anarquistas catalanes, en represalia por su drástica política represiva en un Principado asolado por el quebranto del orden público y la pleamar del movimiento catalanista, enfebrecido con el triunfo de las tesis wilsonianas acerca de la autonomía de las nacionalidades, en el muy confuso clima de la Europa del Tratado de Versalles.

Así pues, a la vista del recuerdo de la coyuntura política de 1919 no hay nada nuevo bajo el sol, al menos en el muy atmosféricamente iluminado solar de las Hespérides. Frente al alarmismo un punto quizás excesivo de nuestros medios de comunicación en una nación democrática sometida inflexiblemente al libre juego de la opinión pública, nuestra propia experiencia nacional nos recuerda una tesitura asaz parecida a la existente hace cien años en un país tal vez más esperanzado y con mayores ansias de futuro que el de estas postreras semanas de 2019.

Bien es verdad, sin embargo, que, con la requerida perspectiva, el final de la segunda década de la centuria precedente se nos ofrece como la antesala de la crisis del parlamentarismo desembocada en el golpe de Estado de septiembre de 1923. En la actualidad, y por mucho que sea el ennegrecimiento con el que plumas pesimistas y voces agoreras describen el escenario público de uno de los pueblos que construyeron en elevada medida la civilización occidental, no se detectan, en verdad y afortunadamente, ninguna causa o indicio descollante o irrebatible de la llegada de una gran crisis o de un auténtico colapso del régimen por ventura establecido en diciembre de 1976. Nubes, borrascas incluso, nublan el inmediato porvenir; pero ningún tsunami ensombrece con un mínimo de certeza y aún de probabilidad la andadura de una colectividad con las defensas y energías necesarias para seguir en vanguardia de los pueblos que hicieron a Occidente.

*Catedrático