La mayoría de edad no es sino una convención más, marcada por las leyes y en su caso por los usos sociales, que sirve para indicarnos el paso al estatus completo de ciudadanía. Entre otras cosas, y no es poco, es la puerta que nos permite ejercer el derecho de sufragio y, por tanto, la inserción plena en un cuerpo democrático que, pese a sus sombras, es el que hoy por hoy mejor se acomoda a la dignidad intrínseca a todo ser humano. Convertirse en ciudadano o en ciudadana supone pues asumir derechos pero también obligaciones, ser parte de un todo en el que cada pieza disfruta de una porción de soberanía, tener la capacidad, y no solo a través de las urnas, de tener voz en las conversaciones que pacíficas hacen posible el milagro de la convivencia. Cumplir 18 años es pues motivo más que suficiente para una celebración. Y no hablo de las puestas de largo que todavía hoy siguen considerando a las mujeres como princesas, sino de las fiestas que deberían servirnos como rituales laicos para compartir la alegría de que hay alguien más que puede sumar en la tarea colectiva de hacer de esta sociedad un hogar inclusivo y sostenible.

Esa frontera legal, y aunque es cierto que hoy día las edades han ido diluyendo sus contornos clásicos, va a acompañada necesariamente de una que podríamos considerar más emocional o personal. Aunque solo sea por lo simbólico que supone contemplar el DNI el paso ya de 18 años, llegar a la mayoría de edad supone situarse ante un futuro que deja de ser un horizonte lejano. Supone, de alguna manera, enfrentarse a esas primeras demandas de una vida que empieza a exigirnos respuestas concretas, apuestas individuales y decisiones que nos irán enseñando algo especialmente complicado: aprender de los errores. En esta época de incertidumbres y miedos, de tantas posibilidades que realmente solo están al alcance de unos pocos, de apoteosis de los deseos neoliberales y de ficciones que a duras penas ocultan nuestra falta de libertad, creo que es más complicado que nunca situarse en esa especie de precipicio. El que separa la edad en la que siempre teníamos una red sólida de afectos y supervivencia que nos sostenía, aunque en muchos casos nos pudiera resultar incluso opresiva, de ese momento en el que las cosas empiezan a ponerse serias y uno tiene la sensación de que se la juega a cada paso que da.

Ser además un hombre en esta época de fascismos galopantes y neomachismo que se quita la máscara coloca a la mitad masculina en una exigente tesitura. La que justamente nos reclama menos resistencia pasiva y más compromiso activo, menos heroísmos públicos y más responsabilidades privadas. O sea, desaprender buena parte de lo aprendido desde el privilegio y armar una masculinidad que asuma la vulnerabilidad y la capacidad de cuidar como ingredientes irrenunciables. Ser un hombre que aproveche sus 18 para evitar la chulería y saberse dependiente de los otros. Un tipo que, además, asuma que las mujeres son seres equivalentes y que existen múltiples maneras de ser hombre.

Seguramente pensarás, querido Óscar, que menuda tarea te planteo justo cuando empiezas a sentir más cerca el día en que podrás conducir el coche de tu abuelo. La complejidad que adivinas no es otra que la que hace atractiva y gozosa la vida, la que tú ahora debes aprender a conducir con sus curvas y rotondas. Es justamente ese precipicio en el que ahora te sientes el que da sentido al aire que respiras. Ahora ha llegado el momento de que empieces a usar de manera emocional tu inteligencia y de que en ningún minuto escondas bajo una máscara la sensibilidad que te hace un ser necesitado de abrazos. Ojalá hayas entendido que celebrar tus 18 es pues celebrar que el hilo de la vida se reproduce y que todavía hoy, pese a todo, cabe la esperanza.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba