La aparición de obras de gran impacto mediático --valor supremo editorial y críticamente de la cultura española hodierna- suele ir, por fortuna, acompañada de valiosos efectos colaterales para esta. V. gr., la reciente publicación del exitoso libro de una profesora malagueña de Enseñanza Secundaria Elvira Roca Barea - ‘Imperiofobia y leyenda negra’-- ha implicado el retorno de lectores y autores a temas que, en la bibliografía nacional y en la atención del público español, nunca debieran perder vigencia y actualidad.

En la ocasión presente y al hilo de las polémicas que nuevamente escoltan su recuerdo y significación, nos detendremos en la glosa de una de las facetas más llamativas de la muy a menudo controvertida noción de la Hispanidad. Al margen del famoso libro, tan denostado desde ciertos sectores radicales, del que fuera sin duda el más cosmopolita de los escritores de la Generación del 98, el vasco Ramiro de Maeztu (1875-1936), uno de los miembros más reputados de la de 1914 y acaso también el de fronteras internacionales más dilatadas --perfecto dominio del alemán y el francés--, el jiennense Manuel García Morente (1886 -1942), se ocupó ‘in extenso’ del gran tema en uno de los escasos libros que salieron de su pluma incesable --centenares de artículos periodísticos y especializados, varias traducciones impecables--.

Tras un exilio de dos años, volvió a España en 1938 el que fuese decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad entonces llamada Central en su periodo áureo de 1931-36. Como es bien sabido, en el bienio mencionado se produjo la conversión religiosa que, a partir de un hondo agnosticismo, lo encaminó al sacerdocio, profesado a comienzos de 1940. Dos años más tarde tuvo a su cargo el discurso de apertura del curso académico 1942-3: ‘Ideas para una filosofía de la historia de España’, convertido pronto en un libro considerado comúnmente como cifra y compendio del nacionalismo hispano en su versión novecentista. Cosmopolita y universal sin dejar por ello, como su muy admirado Ortega, de sentirse reciamente hispano (el grito del legendario decano madrileño «España, España, España», ante la vista del golfo de Lepanto, durante el célebre crucero estival e intelectual por el Mediterráneo, en 1934, marcó en gran parte el destino de una descollante generación universitaria), las desgracias que le sobrevivieron al iniciarse la contienda fratricida lo precipitaron, conforme se recodará, en un espectacular y repentino camino de Damasco, cuya primera conversión, ‘lato sensu’, fue nacionalista. Su profunda afección patriótica se mutó en meses en un sentimiento de pertenencia nacional de vibración peraltada y hasta enfática.

Pese a que algunos críticos hayan insistido en «la pérdida» de calor y tensión creadora en la producción morentiana de la postguerra con relación a su menguada, pero sumamente alquitarada e innovadora obra anterior, ni la argumentación ni el estilo del traductor de ‘La decadencia de Occidente’ semejan ratificar dicho juicio. La claridad expositiva y el vigor del pensamiento, tantas veces ponderados, de quien fuere uno de los máximos traductores de una época de nuestras letras como ninguna otra ulterior rica en ejemplares envidiables del género, imprimen su sello al citado texto. Su planteamiento identitario, esencialista, encontraría a la fecha pocos suscriptores. Al margen del catolicismo, era imposible imaginar la entidad de la nación que, con harta probabilidad, no existiría sin su argamasa y fermento.

Una atmósfera enteramente sacral rodeaba --tal vez sería más adecuado a su enfoque escribir nimbaba...-- cualquier pasaje de su andadura por la historia.