Para sentir una vocación no es preciso cuajarse de estrellas. El ejemplo lo tenemos en esos legionarios que después de ni siquiera haber alcanzado el empleo de cabo, una vez retirados, incluso en el lecho de muerte han gritado: «¡Viva la Legión!». ¡Compañeros policías!, hinchad vuestros corazones de aire puro para que no albergue en vuestras venas el virus de esas ratas que todo lo contaminan y de esos zorros que acechan para caer a traición sobre su presa. Esto no implica agresividad, pero sí cautela. La timidez en nuestro trabajo no está permitida porque significa un arma peligrosa apuntando su cañón hacia nuestro cuerpo en cualquier momento. La escoria del ser humano se aprovecha de esta debilidad. Para bregar con la cantidad de choros que por desgracia alberga este mundo, no podemos cambiar nuestro uniforme por la túnica y convertirnos en santos. En nuestro contacto constante con esa gama de malhechores no debemos demostrar antipatía ni desprecio, ya que resta bastante colaboración por parte del delincuente. Pero tampoco hacerles el juego de la sonrisa con tal de evitar complicaciones; si las complicaciones vienen se les hace frente, que para ello contamos con la invencible moral que otorga el orgullo del que siente esta vocación.

El ser policía es la imagen representativa de lo que debería ser el ser humano. Por policía yo entiendo que es el producto de un árbol silvestre con infinidad de hojas buenas y malas, pero donde todo su valioso jugo se ha concentrado en ese reducido puñado de frutos. Creo que lo que cuenta en todos los quehaceres de la vida es la vocación. La vocación no obliga, sino que muy al contrario te impulsa con esfuerzo donde quieres y no te deja vivir hasta alcanzar la meta. A veces tomamos la profesión equivocadamente y surge el inconveniente de que al no tomar ese trabajo con el aprecio que se requiere, cometemos infinidad de errores que repercuten incluso en esos excelentes elementos que regala y conceden las virtudes que guardabas para tu vocación pero que al final no acudió al camino de tu destino. Una laboriosa vocación que, por llevarla dentro de tu espíritu, se convierte en ese propio yo que hará de tu profesión una excelente labor social.

Corren malos tiempos para los Cuerpos de Seguridad del Estado y más si cabe, cuando tan descaradamente se nos ha menospreciado en Cataluña como si no fuéramos cuidadores de la paz sino enemigos de un pueblo que en verdad amamos y respetamos no solo porque nuestra misión es velar por la seguridad, sino porque son muy pocos los agentes que no tienen vínculos con Cataluña.

Desde mi posición de jubilado, pero con el alma rebosante de juventud policíaca, animo a mis compañeros a no desanimarse. Les emplazo a que no tomen una actitud pasiva ni pasota, sino que más que nunca sigan siendo apuestos cuidadores de la gente y sigan estando pendientes de la tranquilidad de esta tierra tan bella y única que es España. Aprovecho el final de esta carta para gritar con alegría que la mayor grandeza de mi vida es haber sido policía; ya fuera gris del franquismo, café con leche de aquella transición sangrienta de terrorismo y finalmente, de ese color azul marino donde reluce nuestra placa como un cielo de estrellas demócratas que activa nuestras sirenas para acudir prestos al auxilio de cualquiera.

Hoy más que nunca grito: ¡Viva la Policía!