Aquel paisaje le era extraño. Y es que aquella vegetación de generosa frondosidad e intenso color verde llamaba su atención. Se había acostumbrado a contemplar otro tipo de paisaje en su infancia, uno donde la aridez del terreno predominaba. Y había creído que aquella tierra era la única en la que podía caminar y vivir. Pero con el paso del tiempo llegó a la conclusión que todos los paisajes guardaban algo bello. Que en las diferencias también se vislumbraba hermosura. En uno de sus viajes, sentada en el tren camino de su ciudad actual, dejó por un momento de contemplar aquel paisaje que se manifestaba ante ella y comenzó a dar rienda suelta a sus pensamientos. Cuando llegó a su destino, cansada de ellos, se arrepintió de no haber disfrutado del trayecto y de lo que él le ofrecía. Y es que a veces, las preocupaciones inundan nuestra mente, focalizando nuestro presente, y en definitiva, enturbiándolo. Relevando el momento presente, el único que materialmente se presenta ante nosotros, a un segundo plano. Cuán importante, se decía, era y es saber valorar el hoy. Aprender a hacerlo cuesta trabajo. No todo el mundo dispone de esa visión de la vida, y las circunstancias no son las mismas para todos. Aun así, se puede. Porque todo pasa y todo queda. Porque como decía un gran poeta, lo nuestro es pasar. Porque lo no vivido o perdido, normalmente, no vuelve más. Y ser conscientes de esas premisas y de lo bonito que hay en nuestras vidas, simplifica y engrandece nuestro caminar. Valorando lo que se tiene y en la medida de nuestras posibilidades, luchando y esforzándonos para conseguir lo que, en estos momentos, no se tiene.