Durante mucho tiempo en España la izquierda ha poseído el monopolio del relato histórico, social, de la corrección política y de la visión idónea de país. La derecha se ha limitado a incidir en lo económico y a aceptar esta derrota aún en sus momentos de gobernanza. Tanto los partidos como los medios han dado por sentadas supuestas verdades absolutas, pensando que su retrato social y opinión publicada eran el espejo de la sociedad. Supuestas verdades como que España es discutida y discutible (palabras de Zapatero), la retórica identitaria o que la inmigración no solo es siempre buena, sino inexorable, se dieron por sacralizadas, criminalizando o «fascistizando» a todo aquel que se opusiera a ellas, e incluso negando el debate, dejando a un sector de la población española buceando entre el silencio, la culpabilidad y el tabú. Los últimos años no han hecho más que agrandar esta brecha, con una izquierda que creía que la realidad social se ajustaría a sus parámetros.

Surgieron por el camino oposiciones moderadas, racionalistas e ilustradas como UPyD, a quien sectores de la izquierda tildaban de «fascismo rosa» y a quien la banca y los grandes medios terminaron por dar la puntilla. Ahora, esa masa española silenciada, marginada, a la que daban por superada, cargada de hartazgo político, con una crisis aún en la espalda y consciente de la deriva suicida de Podemos, puede ser seducida por Vox, partido que no tiene más que repetir mil veces sin tapujos la palabra España para atraerlos a todos, sin preocuparse de otras cuestiones sociales o necesidades, pues el resto les ha abonado el terreno. No es el voto apático a un partido, sino el voto entusiasmado a un movimiento. Se ha roto el cerco. Porque, no nos engañemos, esto no va de franquismo o nacional-catolicismo. Ha ocurrido en EEUU, Brasil, Francia y muchos países más. Ya sabemos que Vox puede robar votos a la derecha, pero la cuestión es que también puede hacerlo entre la izquierda y los trabajadores, como ha pasado con los estadounidenses que se sienten olvidados y optaron por Trump, o con el Frente Nacional francés, que surgió como un partido de votantes «ultras» y pronto llenó sus filas de antiguos electores comunistas y socialistas. Hay tensión en el ambiente. Se agradecen palabras responsables como las de García-Page, advirtiendo de que el independentismo es más peligroso que la extrema derecha (pues en su esencia tiene lo peor que simboliza la extrema derecha), o las de Errejón afirmando que en Andalucía no hay 400.000 votantes fascistas. No obstante, si el camino que elige la izquierda es el de obviar la realidad de su país, llamar a tomar las calles, despreciar el resultado de las elecciones de nuestra tierra, insultar a sus votantes (mientras suaviza su discurso con los ilegales escrutinios catalanes) y adentrarse más en políticas identitarias que nos dividen y atomizan (con el beneplácito del poder global y financiero, ese, que no es amigo de la soberanía de los pueblos), entonces Vox tendrá razones para brindar por el futuro.