Cuando era un niño, a finales de los setenta, escuchaba en casa conversaciones en las que mis hermanos mayores tomaban precauciones al salir por determinadas zonas, porque había pandillas de jóvenes que apalizaban a los que consideraban «rojos» o demasiado «modernos». Eran, supongo, los coletazos violentos de las postrimerías del franquismo que luego, al aceptar la mayor parte de la sociedad las normas democráticas, desaparecieron en su mayor parte. Ahora, parece que vuelven algunos planteamientos fascistas, o neonazis o llámenlos como quieren, que se están expresando sobre todo en una feroz agresividad en las redes sociales, respondidos, desde el otro extremo, por una izquierda radical que tampoco es nueva, pues parece completamente estalinista. ¿Cuánto falta para que todo esto se traduzca en agresiones en la calle? Hay algunas, pocas de momento, pero la radicalización y de falta de entendimiento de nuestra sociedad me parece alarmante. En España, entre el enorme daño que sigue haciendo la crisis económica y el secesionismo catalán, se vuelve al pasado de una forma que los demócratas y las personas simplemente sensatas deberíamos frenar.