Que la educación requiere de colaboración entre escuela y familia es de sentido común y sabido por la gente de bien. Pero desgraciadamente, debido a la evolución de la sociedad, este sentido común va viniendo a menos. He sido profesor en un IES de un pueblo de nuestra provincia y he sufrido una situación que es un botón de muestra de esta triste realidad. Durante un viaje de estudios un grupo de alumnos y alumnas no se levantó a tiempo para la actividad de ese día, que era la visita a la capital portuguesa. Los dejamos en el hotel acompañados de una profesora. Al cabo de unos minutos un padre me telefonea y, con un tono arrogante, me dice que cómo se me ocurre hacer eso y que dejarlos en tierra es de «personas sin entrañas». Yo le respondo que estamos actuando conforme a las normas que los mismos padres y madres han firmado. A la vuelta al pueblo al que me refiero me encontré caras de agresividad y padres firmando un escrito contra mí. El escrito contenía aseveraciones como que yo tenía que haberlos despertado personalmente o que llegaron a estar al lado del autobús y yo no les dejé subir. Lo cierto es que la profesora se los encontró cuando ya habíamos partido. Afortunadamente, estas cartas-pataleta no encuentran eco en la institución educativa... Faltaría más.

Personas que no han leído un libro en su vida se creen con derecho a enmendar la plana a los docentes. Pero lo nuevo no es la cierta incultura, que es lo que intentamos remediar, sino la arrogancia con la que somos tratados ahora. Todo ello hace pensar en el trabajo que va a costar enderezar la situación y si en realidad hay voluntad política para hacerlo.

Ahora pertenezco a una comunidad educativa en mi Ciudad Jardín donde padres y madres me mandan mensajes con encabezamientos como «Estimado tutor», y donde estos demandan información pero muestran también colaboración. Me siento bien en este entorno y me da esperanza en que un día quizás la tendencia se revierta.