La máscara del verano se cierne sobre los convencionalismos y el afán de ocio desmedido como una ambición consumista de usar y tirar incluso la propia vida. De los Sanfermines a los turistas de borrachera de Magaluz en Palma de Mallorca, nos invaden turistas de otros países más civilizados que se precipitan en esa vorágine cateta de ser feliz a toda velocidad. Somos una multitud de sentidos que se encuentran en un espectáculo, como un cine o un teatro, mirando la vida de los otros. Algunos --más egoístas-- se centran en el suelo, asegurándose de que cada paso es seguro, razonable (y rentable). Pero entre esta minoría de inconformistas hay unos pocos visionarios que se centran en algo más que en el espacio en que se mueven. Estos pocos estudian los árboles alrededor, mirando las estrellas, contemplando la vida de los insectos, los movimientos del viento, y un sinfín de observaciones de sonidos, olores, sabores y texturas que son ignoradas por la masa de los sonámbulos robóticos. Todas estas cosas irrelevantes y hermosas que la minoría disfruta son igualmente reales como las necesidades que compartimos.