«Ya es otro verano, y otras mañanas claras. Vengo a verte y mis dedos se van hasta tu tronco poderoso y sagrado», le dijo, y quedó escrito, Pablo García Baena al Ombú de Benalmádena. Yo cada mañana también lo visito en este «otro verano». Un trazo rojo cruzaba estos versos ocultando los «dedos» de Pablo, su acercamiento al tronco y el determinativo del verso de Alfonsina Storni: ‘La golondrina pasa’.

Advertí que estaba ante una nueva categoría estética de nombre «transgresión», un desgarro intencional, acto de osado desacato, falta de respeto, directo, manifiesto y embozado en la noche contra la belleza del poema de Pablo.

Él o ella, porque el trazo sobre la blanca cerámica era de carmín, trató de sacudir, turbar y conmocionar a quien ante aquel poema se detuviera. Nos quiso convencer de su asquerosa sordidez mediante la táctica de escandalizar para decirse a sí mismo: «Existo». No percibe el transgresor que está en el mismo proceso de desgaste que ha impreso en aquellos versos. Solo ha ofendido a mi vista con su escandaloso trazo, gesto ilusorio de rechazo, porque el viajero ante aquel poema se detiene, lee y reza. Ese trazo bermellón es la estética de la transgresora, muestra de su elementalidad y balbuciente locura, residuo de una noche depauperada de un sujeto animal. Su placer fue resultado de su nocturna impunidad y del prestigio que cree alcanzar con su ataque a la belleza y a la moral. La gran y roja vírgula es ese proceso degenerativo mental y cultural; puede que, incluso, fisiológico.

Su transgresión ofendió a cosa que toda persona deja nunca de sentir sagrada como es un bello poema a una bella sombra a la orilla del mar. Ofendió a la suprema ley humana: la sacralidad de este bello poema a un árbol de la Pampa que creció rutilante a la orilla del mar. Con toda seguridad que el ‘pintarrajo’ tuvo por móvil el furor, enajenado, contra la sacralidad que nació de la violencia de la transgresora en sus propias entrañas. Quiso estrangular lo más sagrado del poema que adoraron los dedos de Pablo: el tronco majestuoso y brahmánico del Ombú. Quiso el transgresor autoliberarse mediante el escándalo y con su trazo rojizo nos dijo como un perro: «ladro, luego cabalgo». Seguro que ella o el son indigentes morales antiescolarizados. Hay en esta sociedad nocturna una demanda insaciable de ofender que pertenece a un mundo de indigencia mental.

Fue un trazo despreciado que no dice nada sino anticipar el estrépito inútil de una catástrofe, que gracias a la diligencia de la concejala de Cultura del Ayuntamiento de Benalmádena ha sido eliminado sin daño para el poema. Tanto Enrique Centella como Elena Galán y el señor Córdoba atendieron mi denuncia, la transgresión se ha volatilizado. Tres cordobeses, Enrique, Elena y yo, hemos logrado que aquella afrentosa vírgula desaparezca.

José Javier Rodríguez Alcaide

Benalmádena (Málaga)