Ni todos los políticos son corruptos, ladrones o sinvergüenzas, ni todos los curas son pederastas, ni todas la empresas explotan a sus empleados, por decir algunos de los muchísimos ejemplos de generalidades que utilizamos en nuestro lenguaje diario y que afirman cosas que aunque parezcan verdades no lo son.

Cuando se acercan las elecciones, la muletilla más usada por muchos ciudadanos es la de «todos son iguales», para justificar lo injustificable, no ir a votar. Este derecho que hemos obtenido gracias a la democracia que existe en nuestro país es lapidado por numerosos votantes, dejando pasar la única forma que tenemos de manifestar libremente nuestro pensamiento político y la afinidad que tenemos hacia ciertos partidos que concurren a los comicios.

Cuando nos quedamos en casa sin ejercer este derecho, estamos faltando a la potestad de elegir nuestros representantes, para defender esas necesidades o carencias en la sociedad que nos movemos y que son tan precisas en nuestra vida diaria. Estamos dilapidando nuestros derechos.

Unas urnas vacías son un síntoma de dejadez, apatía, conformismo y en definitiva pereza. Dejamos en manos de otros dirigentes no deseados los destinos de las leyes a promulgar, perdiendo una oportunidad única de sumar nuestras fuerzas para poner en el lugar correcto al partido adecuado que proponga y promulgue leyes sociales benefactoras para la clase más desfavorecida, que por desgracia somos la inmensa mayoría de la población y no a aquellos que siempre se han opuesto o vetado esas leyes protegiendo a la clase rica y poderosa en nombre de la continencia, mesura y la austeridad. En definitiva miseria para la ciudadanía.