Un fantasma del pasado cautiva a los suecos desde que descubrieron, a poco más de un kilómetro del puerto de Estocolmo, y sacaron casi intacto del fango su entonces buque insignia, el Vasa, edificando un museo a su alrededor. Fue el mayor barco de guerra jamás construido hasta entonces en Suecia o en países de su entorno, destinado a consolidar su imperio. Ahora insisten, con una obstinación patética, en que se visite, convirtiéndolo en el museo más frecuentado del país. Parecería que les ofrece, a nivel inconsciente, una explicación y excusa de su decadencia militar y política en aquella época, como víctimas de maléficos hados que provocaron el misterioso hundimiento de ese sólido navío.

Sin embargo, el naufragio de ese buque y de ese imperio sueco no se debió a la casualidad, sino a la curiosidad de sus pasajeros y, por supuesto, a la imprudencia de sus autoridades marítimas. La tripulación del barco la componían 130 marinos y 300 soldados, que servían a sus 64 cañones. Y en ese viaje inaugural se dejó embarcar a muchos pasajeros civiles, que iban a desembarcar en puertos cercanos.

No fue ese exceso de personas lo que originó el naufragio -el barco se habría hundido a plomo, verticalmente, en el mismo muelle- sino su mala distribución sobrevenida, que provocó su vuelco. Recordemos que el Vasa era excepcionalmente estrecho -11,7 metros- y, por tanto, inestable, dada su altura; y además de sus tres puentes tenía, como otros barcos, otros dos pequeños en la popa, que resultaron decisivos para explicar el desastre.

En efecto: ese viaje inaugural había reunido en el puerto de la capital a gran parte de la población; en particular, a los parientes y amigos de marineros, militares y pasajeros, que se asomarían al lado del barco que daba al muelle para despedirse de ellos. Y, a medida que se iban alejando de tierra, para no perderlos de vista, esos pasajeros -y, sin duda, parte de la marinería y de los militares, relajada ya la disciplina inicial en momento tan emotivo- se irían concentrando hacia la popa y subiendo al cuarto y quinto piso para intentar seguir viendo a los que quedaban en el muelle y a los que procuraban acompañarlos unos instantes más.

Su concentración en el punto menos estable desequilibró el barco y provocó su vuelco por ese lado, como se comprueba por ser ese lugar de la popa el más dañado de toda su estructura, al ser el primero que tocó (adviértase que, en el museo, el barco tiene una posición invertida a la real: iba saliendo, no entrando en el puerto). Prescindiendo del viento -que no podemos precisar, y que unos niegan, aunque otros le atribuyan el desastre-, pudo colaborar también a que volcara la colocación de las mercancías y equipajes que llevaban los pasajeros y que, lógicamente, no estarían puestos equilibradamente y sujetos en ambos lados, sino concentrados en el lado más cercano a la entrada desde el puerto, factor al que otros achacan en exclusiva su hundimiento.

Cuenta la leyenda que por un clavo se perdió una herradura, y por ello un caballo, un mensajero, una batalla y un reino. Lo que parece cierto en este caso es que por la inocente curiosidad de algunos y la culpable imprudencia de las autoridades marinas, naufragó un imperio... que, no nos hagamos aquí el sueco, quizá hubiera causado muchas más víctimas. Haya paz. Si alguien tiene ganas aquí de reírse de la impericia de los suecos, más vale que recuerde lo que ocurrió aquí con la Armada Invencible o, no hace tanto, al botar el buque Victoria, nombres que resultan después tan irónicos; la Invencible quería mantener nuestro imperio, y el Victoria, que quería recordar los fastos del imperio español en América, sufrió la más rápida derrota que conozca la historia, al volcar en el mismo momento de ser botado al agua.