Mientras la máquina hacía el lavado del coche, entré para tomar un café en un Burger King dentro del mismo complejo de la gasolinera. La sala estaba prácticamente vacía. En una mesa algo retirada había un matrimonio con un niño pequeño como de unos tres añitos. Al ausentarse la madre, posiblemente para encargar la comida, me llamó la atención la camaradería entre el padre y el niño. No hacían más que hacerse bromas, risas, besos y carantoñas. Lo estaban pasando bomba. Cuando regresó la madre, una mujer grande, fuerte, de aspecto serio, se acercó al niño, lo olió por abajo, y directamente se lió a guantazos con el chiquillo gritándole: «¡Cuándo vas a aprender, ‘so’ marrano, a no cagarte en los pantalones! ¡Ya te voy a enseñar yo lo que debía haber hecho tu padre!». El padre y el niño permanecieron mudos y cabizbajos. Yo también me quedé helado (entrometerse en estos casos es mucho peor). Esa enorme humillación, esa profunda herida infligida a su incipiente autoestima, quedará registrada en su subconsciente. En su edad adulta es posible que su naturaleza tienda a echar fuera todo el veneno ingerido en análogas situaciones y verterá sobre los seres queridos el mismo mal trato recibido. Posiblemente tendrá muchas dificultades para llegar a ser una persona equilibrada, generosa y servicial. Y por la misma razón, debemos tratar de perdonar y de comprender el inusual comportamiento de la madre: ¿sabemos si esa pobre mujer sufrió el mismo trato vejatorio de sus padres? Muchas veces nos cuesta trabajo perdonar a nuestros padres, cuando ellos, lo mismo que nosotros, acabamos transmitiendo nuestra defectuosa educación.

Julio César Jimena

Córdoba